LA MANSIÓN DE LOS BERKOFF - Una novela de James Wallestein

    Queridos amigos y amigas:

    He estado bastante atareado este mes y como veis no he puesto ningún post. Tranquilos, es solo algo temporal. Pronto volveré a comentar films a toda pastilla.
    Para compensaros por este mes sin posts ni films comentados publicaré en mi web una de mis novelas. Así comprobareis como escribo y concibo un relato de terror.

    En el 2003 escribí una novela llamada La mansión de los Berkoff que presenté al concurso literario de La sonrisa vertical, ya desaparecido.

    Fue algo gracioso porque el certamen dejó de celebrarse y no se como cojones, medio año mas tarde me remitieron todas las copias que me pedian del manuscrito, sin haberlas abierto. Lamentable.

    El relato es de terror, mucho terror, muy inspirado en H.P. Lovecraft. Asi que si os va ese escritor y sus mitos, entonces os gustará mucho esta historia que además tiene una carga sexual muy potente. Vamos que en un momento dado mas de uno y de una se puede hacer unas pajillas leyendolo.

    El relato es una mezcla al 50% de terror clásico con otro 50% de porno duro gonzo. Como no, hay una cierta inspiración proveniente de los films de animación japoneses de Utosukidoji y del film de Paul Naschy, El carnaval de las bestias. Todo eso fermentando dentro de mi cabeza dio como resultado final este relato.

    Evidentemente como este relato lo construí expresamente para un concurso de relatos eróticos debía de ser muy caliente. Lo escribí en una semana. Al final me convenció bastante y encontré el punto de equilibrio entre pornografía y terror, algo muy difícil de lograr, en serio.
    No es la mejor de mis novelas, pero he de reconocer que me divirtió mucho escribirla. Fué algo muy rápido, dinámico y lleno de potencia. Me lo pasé muy bien haciéndola.

    Espero que os guste y por favor. Todo aquel que lo lea puede mandarme un email comentandome las impresiones que le han causado el relato. Acdepto las críticas buenas y como no, las malas.

    ¡DISFRUTADLO!






    LA MANSIÓN DE LOS BERKOFF


    escrito por JAMES WALLESTEIN




    CAPÍTULO 1: LA HERENCIA

    “A veces la verdad más sincera hace más daño que la más pérfida de las mentiras. En esas ocasiones es mejor optar por no decir la verdad, y callar, por muy necesario y urgente que sea decir esta. Es necesario ser consciente de ello, de las implicaciones de dicha verdad, y de sus posteriores consecuencias. Esa es la auténtica y necesaria verdad, la del silencio y la mentira. La verdad de todos y cada uno. La verdad que no debe de ser conocida jamás, y que debe permanecer por siempre oculta de los ojos curiosos e ignorantes. Por eso, mi alma está llena de rincones oscuros a los que nunca debe de llegar la luz. Zonas tétricas, frías, remotas y deshabitadas, ajenas a la razón humana, que por siempre deben de quedar así. Cuando cierro los ojos, solo escucho en ellas el murmullo de los gusanos reptando por el suelo polvoriento. Rezo por ello, por que nadie descubra los horrores que atormentan mi espíritu. Que mis oraciones sean escuchadas. Señor, ten piedad de mi alma. “

    Oliver Berkoff. Escocia.1831



    Londres. Septiembre de 1864

    La verdad es que la noticia de la muerte de mi tío Abraham me dejó un poco sorprendido, pues hacía muchos años que ya no me acordaba de él, ni tenía ninguna noticia sobre su vida. Había pasado mucho tiempo. Nunca supe sí estaba vivo o muerto, y eso era algo que me importaba bien poco, para ser sincero, por no decir prácticamente nada. De lo que sí que estaba completamente seguro es que había fallecido en esa horrible mansión escocesa, de la que jamás salía. De igual manera que sucedió con mi abuelo Oliver, años atrás. Idea que posteriormente fue confirmada ante mi persona por el abogado suyo, que era el que llevaba todos los trámites de la herencia.

    Mis evocaciones de aquel espantoso y horripilante lugar, situado en las profundidades más antiguas e inhóspitas de Escocia, comenzaban a aflorar desde lo más hondo de mis recuerdos. Recuerdos que antaño alimentaron mis pesadillas infantiles, pero que desde hacía décadas estaban sepultados por el paso de la madurez y los años. Mi padre se llamaba John Thomas Randall, para ocultar ese corrupto e inmundo apellido, de origen rumano: Berkoff. John Thomas Berkoff era su verdadero nombre, y se lo cambió cuando se trasladó a Londres, hace ya más de treinta años. Ha pasado mucho tiempo, más de tres décadas. Entonces yo era un niño de apenas once años de edad.

    Me acuerdo de una forma bastante confusa de todo, pues de niño se tiende a ver todo de otra manera, desde otra perspectiva. Con los años esas imágenes, conversaciones o momentos se distorsionan de forma a veces confusa y poco objetiva. En aquella época mi abuelo que en paz descanse, el poderoso señor Oliver Berkoff, procedía de una distante región de Rumania, en los Cárpatos. Allí había levantado con sus manos y su esfuerzo una empresa de transportes marítimos, tanto de personas como de bienes. Las goletas zarpaban recalando en los puertos del mar Mediterráneo, atravesando el estrecho de Gibraltar, y bordeando las costas continentales, tanto hacía el norte, a Gran bretaña y los países nórdicos como hacia el sur, bordeando las costas del continente africano. Amasó una gran fortuna y por circunstancias o motivos los cuales desconozco, se trasladó a vivir a Escocia, a la región de Stromness. En un lugar alejado y deshabitado, conocido por los ancianos como el páramo de las urracas, edificó una gran mansión, sobre los restos de unas ruinas antiquísimas, que decían habían estado habitadas por espíritus. Esas eran las historias de los campesinos, del pueblo que había cerca: Groats.

    Ese era el único pueblo de la región, cuyos habitantes procuraban evitar, en la mayor de las medidas posibles, ese extraño páramo. Sobre él flotaba una atmósfera extraña y tenebrosa, tal vez inducida por las nieblas perpetuas que lo recubrían a ras de suelo. Algunos viejos contaban, que allí se libró una terrible y sangrienta batalla, entre los romanos y una tribu celta o etrusca, que se había instalado allí, emigrando desde el norte de lo que ahora es Francia, escapando del poder del imperio. Pero los romanos los persiguieron por alguna extraña razón, y los encontraron, hasta que los sitiaron. Los celtas, rodeados, opusieron una feroz y desesperada resistencia, y defendieron su reducto hasta las últimas consecuencias. Murieron todos los hombres, y muchos legionarios romanos cayeron con ellos, y las mujeres y los niños celtas se suicidaron ingiriendo un brebaje venenoso que había preparado un anciano druida. Ese es el final de la vieja historia que había pasado de abuelos a padres, y de padres a hijos. Había algo extraño en aquel relato, pues ya en la universidad me interesé por la civilización de los celtas y la de los misteriosos etruscos, una antigua e ignota civilización que desapareció repentinamente, en los albores de la constitución del imperio romano. Estudié libros de arqueología e historia en mis ratos libres, y descubrí que aquellas gentes de ancestrales costumbres, arraigadas a la tierra y a la naturaleza, solo edificaban sus poblados o reducidas ciudades, a base de madera, barro y pequeñas piedras. Nunca a base de grandes bloques pétreos. Las grandes piedras solo las utilizaban para levantar sus monolitos, menhires y altares. Solo en esas construcciones religiosas, de poder simbólico, empleaban esos titánicos esfuerzos. Pero por lo que recuerdo que me contaba un anciano del pueblo, llamado Jeremy, que trabajaba arreglando los jardines que había alrededor de la mansión de mi abuelo, aquellas ruinas eran algo digno de ver, y a la vez de evitar, pues en ellas solo se encerraba el dolor, la maldad y la muerte.

    Aquel anciano me explicó que años atrás, cuando esa horrible mansión aún no había sido edificada y él era un chaval, unos niños que conocía, se alejaron. En concreto tres, cuyos nombres me dijo, pero yo ya no me acuerdo. El pueblo los recordaba todavía entre susurros. Los niños, dos de ellos más mayores y bravucones, convencieron bajo coacciones a otro algo más joven y tímido. Para hacerlo de su pandilla, le desafiaron a ir a las ruinas e internarse en su interior, junto a ellos. Era una prueba de valor. A tenor de la historia no cabe decir, que aquellos niños mayores nunca se habían adentrado en aquel lugar. Conforme se acercaban a aquel sitio alejado y abandonado, el miedo poseyó sus corazones. Querían dar la vuelta atrás y regresar al pueblo, pero ninguno quería quedar mal ante el otro, y que después fuera llamado gallina por los otros niños del pueblo. No había nada peor que ser un cobarde, pensaban.

    Unas enormes ruinas, restos de un gran edificio gris que debía de haber tenido algunas torres y murallas, se levantaban derruidas. Las murallas estaban desarmadas en muchas partes, y solo quedaba medio altiva una de las torres. Aquella construcción poseía un tamaño formidable. Aquel lugar era tan silencioso, que ni siquiera se podía escuchar el viento, me había contado Jeremy, que lo había contemplado de niño, desde la seguridad de la distancia. El horror que inducía era tan fuerte como para salir huyendo a gritos. Eso no detuvo a los tres niños: ocurrió todo lo contrario. Aquel viejo lugar les estaba atrayendo, hipnotizando con su presencia, y entonces atraídos por una poderosa fascinación entraron dentro. No pudieron huir y allí permanecieron hasta que se les dio por desaparecidos al anochecer. El pueblo entero salió con antorchas por la noche, explorando los bosques colindantes, hasta que en un campo cerca del páramo de las urracas apareció el mayor de todos los niños, completamente loco. Estaba desnudo, babeaba y había perdido la razón. No podía hablar, ni reconoció a sus padres y hermanos. Quedó trastornado de por vida, y nunca recuperó el juicio. Su cuerpo, sucio, estaba lleno de grandes cortes y arañazos. De los otros dos niños nunca se supo nada, ni se les volvió a ver. Nadie se atrevió a adentrarse en aquel antiquísimo lugar para buscarlos o rescatarlos, internándose en sus profundidades. Había quienes decían que aquello era una puerta del mismísimo infierno, y que en su interior se abría una caverna que llevaba hasta los ardientes dominios de Satanás. Jeremy me puso muchas veces los pelos de punta, cuando era un niño, y la imagen que me creé de aquellas ancestrales ruinas fue lo único que perduró de mi infancia, en la mansión de mi abuelo.

    En la universidad no encontré nada acerca de alguna cultura prehistórica escocesa, en los albores del nacimiento de Jesucristo, que tuviera los conocimientos, los medios o la tecnología necesaria para levantar algo parecido. La única explicación racional que encontré para todo aquello, es que en realidad esas ruinas se trataban de los restos de algún castillo normando, que dataría de la edad media, una época posterior. Esas ruinas se habrían asociado, a la tal vez verídica leyenda del enfrentamiento, muy anterior en la historia, de una desplazada tribu celta, en aquella región, contra los romanos.

    Los habitantes de Groats dieron por perdidos a los dos jóvenes. Aquellos niños habían muerto dentro de aquel lugar, tal vez al caer por algún agujero, una sima, o perdidos en alguna laberíntica parte, de la que no encontraron salida posible. El caso es que mi abuelo dedicó una buena parte de su fortuna para comprar al gobierno escocés aquellas ruinas infames. “ No hay nada en el mundo terrenal que no se pueda conseguir con dinero, o mucho más dinero. “ Esa frase la repetía con frecuencia mi abuelo. Contrató un equipo de ingenieros alemanes, junto con un gran número de obreros turcos. Allí se levantaron barracones, y se formó un poblado provisional, en donde vivirían hasta que se acabara la obra. Mi abuelo contrató también capataces y vigilantes armados, que velaban por la seguridad del lugar. Estaba terminantemente prohibido de que fueran hasta el pueblo de Jeremy, que estaba a unos doce kilómetros andando, a unas tres horas de camino cuesta abajo. Ante todo se debía de evitar problemas con la población local, con sus mujeres, y con la bebida.

    La colosal construcción fue comentada en los periódicos de la región, y los nacionales. Lo más inquietante de todo aquel asunto no era de que un extranjero rumano, con sus bolsillos repletos de monedas de oro, construyera una gran mansión, sino en el sitio en el que se ubicaba, sobre aquellas ruinas de las que nadie quería hablar y menos visitar. Aquel lugar no tenía nada de atractivo o interesante. Estaba lejos de cualquier parte, no tenía nada a mano y encima el clima allí siempre era lluvioso, gris e inestable. Los padres de los niños desaparecidos pidieron que sí se encontraban los cuerpos de sus hijos, durantes las tareas de edificación, se les fueran entregados. No fue así, y se quedaron solo con eso, con sus oraciones dirigidas a sus pequeños perdidos para siempre.

    Las obras duraron casi ocho largos años. En ella murieron muchas personas. Un hombre se ahorcó, otros tres murieron aplastados por grandes piedras que se colocaban o movían, cinco más cayeron desde alturas fatídicas en la construcción, o en los andamios que la revestían exterior e interiormente, y algunos más desaparecieron. Se les dio por desertores. Dos más se suicidaron con armas de fuego. Los curtidos turcos, que eran hombres duros, trabajadores y valientes estaban aterrorizados, y muchos se fueron murmurando extrañas historias sobre aquel lugar, pero más dinero atrajo a otros. La ambición del hombre desconoce de los límites del miedo y de la prudencia. Y ese dinero sumado al sacrificio de muchos tomó la forma de aquella imponente mansión: la mansión de los Berkoff. Los habitantes del pueblo habían comenzado a murmurar que aquel lugar estaba maldito, y que mi abuelo era una persona que trataba personalmente con el mismísimo demonio, al cual le había vendido su alma.

    Mi abuelo no se había casado hasta muy tarde, a la edad de cuarenta y ocho años. Estuvo más pendiente de levantar y consolidar su imperio, y después de la posterior edificación de ese lugar ya maldito de nacimiento, que de su propia existencia. Su boda fue con una joven rumana, de una familia reputada, pero que no tenía dinero. Eran políticos, y necesitaban ese poder económico para sus empresas y aspiraciones, así que solo hizo falta otro generoso puñado de monedas de oro, para que los padres de la chica la convencieran de la conveniencia de dicho matrimonio. La joven no tuvo otra elección y se casó en Rumania, en la ciudad de Brasov. Después se trasladó con todos sus enceres a Escocia, junto a mi abuelo. Su familia se despidió de ella de forma melancólica y triste, pues tenían la incómoda sensación de que jamás la volverían a ver, como así sucedió.

    La chica se llamaba Adajja, y quedó impresionada con tan extraordinario lugar, al llegar allí. Al año dio a luz a mi padre, y al otro a mi tío Henry. Al tercer año de matrimonio quedó embarazada de una niña. A los ocho meses de estado murió junto con ella, a causa de una infección en un pié. Se ofició una misa fúnebre y fue enterrada en el panteón familiar, que estaba en un rincón del jardín que circundaba la mansión, que a su vez estaba rodeado por altos muros y vallas rematadas con afiladas puntas de metal.

    Eso era todo lo que me había contado mi padre, de los orígenes de nuestra familia. Hasta ese punto todo era más o menos comprensible y hasta en cierta medida lógico. En la adolescencia mi padre y su hermano vivieron juntos, bajo el escaso calor del padre de ellos. Pues tras la muerte de su mujer se volcó de nuevo en su empresa, para olvidar su dolor. Eso le obligaba a ausentarse en numerosas y largas ocasiones. Nombró a un tutor, que se encargó de educar a los dos niños, para llevarlos por el camino de la razón y de la virtud: se llamaba Harold, y era un joven profesor. Mi tío Henry era más afín a mi abuelo. Cuando este regresaba de sus ausencias estaba más unido con él, que con mi padre, su hermano. Al hacerse más mayores los jóvenes fueron ingresados en la universidad de Birmington, donde cursaron diferentes estudios. Mi padre estudió medicina, y su hermano economía. Decisión que agradó en sobremanera a mi abuelo, pues le veía más capacitado y motivado para heredar la empresa familiar de transportes marítimos, que al primogénito. Eso suponía un gran paso adelante, para el entender del difunto Oliver Berkoff, en la supervivencia de las empresas familiares.

    Tras acabar las carreras universitarias los dos jóvenes, que ya casi eran hombres, se trasladaron de nuevo al hogar familiar. Mi padre montó en Groats un consultorio médico, el primero del pueblo, para atender a sus ciudadanos, pues cuando alguien estaba enfermo seriamente debía de trasladarse muchos kilómetros de distancia, hasta el médico más cercano, en la ciudad de Ipness, que estaba a varias horas. Mi padre recorría ida y vuelta los doce kilómetros que separaban el pueblo de la mansión, a caballo. Más tarde conoció en Groats a una chica humilde, Anabel, hija de un humilde granjero, y decidió casarse con ella. Mi abuelo se opuso rotundamente a esa decisión, hasta que el punto que expulsó a mi padre de la mansión, y lo desheredó. Pero eso fue más que nada una rabieta testaruda, que duró unos pocos años. Mi abuelo tomaba a mi padre, al primogénito, como el rebelde de la familia: no se preocupaba de los negocios familiares, hacía una carrera modesta y poco ambiciosa bajo su punto de vista, se codeaba con la gente humilde, y encima se casaba con una don nadie que no tenía ni donde caerse muerta. Esa boda hizo explotar a mi abuelo, fue como la gota que colmó el vaso. Mi padre se trasladó a Groats, y se compró una casita en donde vivió con mi madre, y entonces nací yo, y mi hermana melliza, Helena.

    De pequeño el viejo Jeremy, me había contado muchas cosas de la mansión de mi abuelo, que hasta ese momento solo había visto desde lejos junto a mi hermana. Nos tenía afinidad y cariño, pues él trataba con la otra parte de mi familia, trabajando para ellos en sus jardines, y tal vez se sentía mal, al ver a la familia dividida: había conocido a mi padre y a mi tío desde su infancia, desde cuando solo gateaban por los interminables pasillos de la mansión. Por eso siempre hablaba conmigo, con mi hermana y con mi padre cuando la ocasión se terciaba. Un día por la mañana, cuando estábamos mi hermana y yo paseando por un camino cercano a Groats, de camino a un pequeño lago en el que cogíamos ranas, se detuvo a nuestro lado un carruaje remolcado por cuatro grandes caballos negros. El conductor nos preguntó sí nos habíamos perdido, pues estábamos algo alejados del pueblo, y le dijimos que no. El ocupante de la carroza reparó en nosotros y abrió la puerta: se trataba de mi abuelo. Yo no le reconocí. Él veía algo extraño en nosotros y nos preguntó el nombre. Nosotros se lo dimos algo asustados: Oliver Charles Berkoff y Maria Helena Berkoff. El hombre se puso a llorar emocionado al ver que mi padre no había borrado el apellido familiar, cambiándolo por otro. Lloró al ver a la carne de su carne, sangre de su sangre, y dijo ser nuestro abuelo, el hombre de la mansión de la que habíamos oído hablar tanto de boca del viejo Jeremy y de mi padre. Y lo que más sobrecogió su corazón, fue el hecho que mi padre me había puesto su nombre, Oliver. Nos abrazó y nos llevó en el carro hasta la casa de mi padre. Allí le pidió perdón y se abrazó llorando a él. Ya no era aquel altivo y poderoso hombre, sino un anciano encorvado, frágil y casi sin cabellos, cuya hora de rendir cuentas a Dios estaba muy próxima.

    Mi abuelo pidió perdón y una nueva reunificación familiar. Mi madre no estaba muy de acuerdo con ello. Entonces fue cuando vi la mansión por primera vez, de cerca, y por dentro. Era un edificio enorme y majestuoso, compuesto por multitud de naves, bóvedas, torres, escalinatas y vidrieras. Era muy alto y desde sus ventanas más elevadas se llegaba a divisar el pueblo. Pero la felicidad duró poco. Mi tío resultó ser egoísta, malvado y maquinador. El ambicioso mundo de mi abuelo lo había trastornado y se había convertido en un animal que solo vivía por y para los negocios. Poco le importaban los seres humanos, sus necesidades y sus sentimientos. Era todo lo contrario a mi padre, al que acaba de ver como un enemigo que había vuelto de su insignificante anonimato, para arrebatarle parte del imperio que debía de heredar él, pues se había dejado la vida, el sudor y la sangre, en hacer feliz a su exigente padre, y complacerle en todo. Eso era lo que creía justo, por lo que había sufrido y luchado.

    La mansión se convirtió en un infierno y Henry libró una guerra abierta y sucia contra mi padre, hasta que la cosa explotó y mi padre se marchó de nuevo al pueblo de donde nunca se tuvo que haber marchado, según decía él. Las maquinaciones de mi tío surtieron el efecto deseado y mi abuelo solo vio en él, a un perdedor que había vuelto para intentar engañarle, y robarle. Mi padre se cambió el apellido por el de Randall. Al enterarse de ello, mi abuelo se volvió loco, montó en cólera y lo desheredó de manera irrevocable, repudiándonos a todos y maldiciéndonos.

    Una semana después ocurrió algo terrible. Una plaga de ratas negras y furibundas invadió Groats, trasmitiendo enfermedades contagiosas, e infectando la comida y el agua de los depósitos. Dos días más tarde un incendio pavoroso devoró en una noche el pueblo. Ardió de manera incontrolable, sin saberse bien cual era el foco o el origen del incendio. La gente huyó con lo poco que tenía. Murieron cerca de cincuenta personas y fue un desastre de igual proporción, a aquel incendió que con el que Nerón arrasó la vieja Roma. Aquella noche llovía mucho, pero el fuego no se apagaba ni se amedrentaba: parecía ser incombustible. Las ratas huía chillando entre los pies de la gente, y aquello se convirtió en una pesadilla de la que todavía me acuerdo vívidamente. El viejo Jeremy murió esa noche abrasado en su casa, junto con su mujer y dos nietos. Como también murieron los padres de mi madre. Fue entonces cuando mi padre cogió lo poco que tenía, junto con mi madre y nosotros, y se trasladó lo más lejos posible de aquel lugar maldito. El destino fue Londres.

    El abogado de mi tío, el señor Thompson, estaba frente a mí, en el salón de mi casa. También estaban allí mi hermana Helena, que estaba soltera, mi prometida, Elizabeth, su padre, el también abogado señor Helmot, su esposa, la odiosa señora Margaret, y mi muy anciana madre Anabel. Todas esas personas eran mi familia, todo lo que me rodeaba y tenía. Mi padre había fallecido hacía dos años, a causa de una enfermedad degenerativa mental, que lo había postrado en la cama durante mucho tiempo, hasta que entró en coma, y murió. Fue una perdida terrible que nos conmocionó, y causó un profundo dolor.

    El abogado hablaba, a la vez que miraba a través de sus anteojos, las hojas de papel escritas con tinta china, a mano, con una cuidada caligrafía. Se escuchaba a través de las ventanas el bullicio de la ciudad.

    - El señor Henry Abraham Berkoff falleció hace dos semanas en su hogar, por causas naturales. Nos comunicó antes, de que tenía un hermano, el señor John Thomas Berkoff, su familiar vivo más directo. A él debía de ir dirigido este testamento, que me mandó redactar atendiendo sus precisas instrucciones. Nos ha costado encontrarles, pues comprobamos que su difunto padre se había cambiado el apellido por el de Randall, pero afortunadamente lo hemos logrado. Así podré hacer entrega del este testamento y a su vez ustedes disfrutarán de la herencia. Al haber fallecido su padre, todo lo que se especifique en él, pasará a manos de usted, señor Oliver, al ser el hijo varón de más edad de su padre, según me parece.
    - Así es. – Respondí mirando sonriendo a mi hermana.
    - Pues aclarado todo esto, procederé a la lectura del testamento de su tío. – El hombre sacó un gran sobre de su maletín, y lo abrió con cuidado, con un abrecartas de plata. Sacó unas hojas de su interior, y se dispuso a leerlas. – Yo, Heny Abraham Berkoff, lego toda mi fortuna y propiedades, a mi hermano John Thomas Berkoff, con la única e innegociable condición de que permanezca viviendo en la mansión que nuestra familia posée en Escocia, y que vio nacer a los dos, la cuna de nuestro apellido… Eso es todo, señor Oliver. El testamento es muy claro y conciso.
    - ¿Eso es todo? – Pregunté sorprendido. - ¿Debo de irme a vivir allí con mi familia para poder tener derecho a percibir la fortuna de mi tío?
    - Así es, señor. – Respondió el abogado con decisión.
    - Un momento. – Interrumpió mi suegro. También abogado. - ¿Esa fortuna y propiedades incluyen el negocio naviero que poseían?
    - Debo de decirles que no. – Respondió el señor Thompson. – El señor Abraham vendió todo, y se recluyó en la mansión, en sus últimos años de vida, pues padecía un cáncer intratable. Todos sus negocios e inversiones los liquidó. Así lo dispuso.
    - ¿De cuanto estamos hablando? ¿A cuanto asciende entonces la suma total? – Preguntó mi suegro. – Me refiero a la cantidad de dinero que ha heredado mi yerno.
    - A casi once millones de libras esterlinas, que están depositadas en una cuenta del banco de Inglaterra, señor. – Respondió con solemnidad el abogado.
    - ¡Diantres! – Respondió mi suegro estupefacto. - ¡Eso es una fortuna!

    Y eso fue todo lo que nos legó mi difunto tío. Mucho dinero y la obligada condición de para disponerlo, de vivir en aquella maldita mansión escocesa. La verdad es que no me hacía ninguna gracia de irme a vivir allí. Primero porque yo también era médico, como lo había sido mi padre, y tenía una consulta reputada en Londres, con una buena y leal clientela. Trasladarme significaba abandonarla, y no ejercer durante un tiempo la medicina, pues Groats había desaparecido casi treinta años atrás. Pero claro, aquello era mucho dinero, una verdadera fortuna, y mi suegro estaba metido en política, relacionándose con gente importante, y necesitaba parte de su dinero para promocionarse y proyectarse dentro de esas esferas de poder. Así que más impulsado por él, por el padre de mi prometida con la que me iba a casar dentro de dos meses, que por el deseo de volver allí, decidimos mudarnos por una temporada al páramo de las urracas.

    Me acompañaría en la estancia mi hermana, mi prometida, y la madre de esta. Los cuatro iríamos hasta allí, mientras mi suegro continuaba en Londres con su trabajo de abogado, e irrumpiendo insistentemente en la clase política londinense, cosa que le absorbía y le apasionaba de manera febril. Mi madre habló conmigo, y se negó en redondo a volver a aquel lugar. Comprendía el odio que sentía hacia aquel sitio, que solo había traído dolor a la familia.

    Mi suegro me explicó que existía una ley que especificaba, que tras cumplir con las exigencias de la herencia, es decir, trasladándome a vivir a esa mansión, tras un tiempo prudencial de margen, podría abandonarla vendiéndola, para así poder disponer íntegramente la fortuna que mi tío me había legado. Esa era la solución que llevaríamos a la práctica. Con un poco de suerte solo tendría que estar un mes como mucho en aquel lugar, mientras mi suegro buscaba comprador para aquel inmueble, aunque fuera a un precio irrisorio. Eso era lo que acordamos. Mientras, el señor Thompson se nos anticipó avisando a la servidumbre de la mansión de nuestra llegada. La idea de volver a aquel lugar, y de permanecer unas semanas en él, me daba escalofríos, y me hacía dormir intranquilo.

    CAPÍTULO 2: LA MANSIÓN

    Un carromato tirado por cuatro caballos marrones nos conducía hasta la mansión, bajo un día gris, muy nublado. Mi hermana Helena tenía la misma edad que yo, cuarenta y dos años. Era una mujer muy atractiva, alta, rubia, de labios carnosos y pechos abundantes. Era una persona tímida y callada, muy introvertida. Resultó que hasta la adolescencia nadie se percató de que padecía un importante retraso mental. Ella era completamente normal exteriormente, pero por dentro tenía la mente de una niña de doce años. Esa era su edad mental, y allí se había quedado. Por eso nunca contrajo matrimonio. Yo la cuidaba, y cuando me casara con mi prometida, nos la llevaríamos a nuestra casa, bajo nuestra protección y cuidado. Me encantaba ver sonreír a mi hermana. A veces se reía por cosas intrascendentes, que hasta a mí, que la conocía a la perfección, se me escapaban.

    Mi prometida, Elizabeth, era una chica baja y muy morena, de cabellos negros rizados. Mi hermana le sacaba una cabeza. Elizabeth tenía veintitrés años. Mucho más joven que yo, que casi podía ser su padre. Era regordeta, y de pechos muy grandes. Eso me excitaba mucho. Aún no había tenido el placer de tocarlos, o de probarlos, pero ya faltaba poco tiempo. Tras tres años de cortejo y noviazgo, en los que solo se había dejado dar besos en la mejilla, pronto llegaría el momento en que sería completamente mía, en cuerpo y alma. Tres años en los que había tenido que soportar a su maldita madre, una víbora cruel y amargada que nos hacía la vida imposible a los dos. Dos meses faltaban para que nos casáramos y pudiéramos consumar el matrimonio. Ansiaba tanto la llegada de ese momento. Hasta entonces mis relaciones que las mujeres habían sido casi inexistentes, pues estuve muy enfrascado en mi trabajo y en los cuidados a mi padre enfermo. Eso devoró muchos de los años de mi juventud. Afortunadamente había conocido al padre de Elizabeth, tras tratarlo de una gripe en mi consulta. Hicimos amistad y me convidó tiempo después, a una fiesta en su casa, y entonces, en el baile, conocí a su única y joven hija. Y así comenzó nuestra relación.

    La madre de Elizabeth, mi suegra, se llamaba Margaret, y tenía cerca de cincuenta años. Era una mujer de pelo negro y rizado, como su hija, algo más alta, pero muy delgada. Extremadamente delgada, diría yo. Todo lo opuesto a su hija. Con el afán de mantener una esbelta figura y poderse poner los corsés más estrechos, no comía prácticamente nada. Su cara estaba algo demacrada y ojerosa. Prácticamente no mostraba bajo el vestido pecho alguno, y sus manos eran huesudas como las de un esqueleto. Eso le daba un aspecto algo sombrío. Era una mujer retorcida y maquinadora que protegía con demasiado celo a su hija, y me atacaba con pocas modales. Su carácter resultaba a veces muy arisco y desagradable. Siempre estaba encima de su marido, manipulándolo, y eso me ponía enfermo. Esa mujer siempre quería ser el centro de atención de todo, que el mundo girara solo alrededor de ello. Su afán de protagonismo y mando era a veces insoportable, por eso procuraba mantenerla a distancia, todo lo que era capaz. Yo esperaba desde lo más hondo de mi corazón, de que en el momento en que me casara con Elizabeth, al irnos a vivir juntos a otra parte, se redujera su poderosa influencia sobre ella, que en muchos aspectos consideraba negativa.

    El carromato pasó cerca de Groats, que estaba cerca del mar, al fondo se veía un escarpado acantilado en donde las olas rompían con fuerza. La mar estaba revuelta, y la espuma de las olas subía y bajaba en toda su larga extensión. Groats era un pueblo muerto, abandonado y derruido, de color negro. Las casas habían quedado reducidas a cenizas, y pocas estructuras y muros habían quedado en pié. Las gaviotas habían construido en ellas muchos nidos. Los pájaros eran los nuevos moradores del pueblo, sus nuevos dueños que planeaban majestuosamente en el aire, dominando sus dominios desde las alturas, emitiendo graznidos para darnos la bienvenida, o para advertirnos.

    - Groats. – Dijo mi hermana mirando por la ventanilla de carromato. – Nuestra casa.
    - Si, Elizabeth. – Dije yo sonriendo. – Era nuestra casa.
    - Incendio. – Dijo ella.
    - Si, se quemó todo. – Le contesté. – Ya no queda nada.
    - ¿Y los habitantes? – Preguntó mi suegra.
    - Se trasladaron a una ciudad llamada Ipness, que está más al sur. – Contesté. - Decidieron no reconstruir el pueblo, porque decían que estaba maldito, que una maldición lo había destruido.
    - Ratas. – Dijo Elizabeth interrumpiéndome.
    - ¿Te acuerdas de ellas? – Le pregunté algo sorprendido.
    - Muchas ratas. Tenían hambre. – Dijo mi hermana mirando lo que quedaba de Groats.

    Un rato después llegamos hasta los dominios de los Berkoff, colina arriba. En un interminable páramo de hierba seca, amarronada, se alzaba la imponente mansión, rodeada por una gran muralla de piedra. El muro tenía unos tres metros de altura, y estaba coronado por una rejas de hierro colado, de otros dos metros más, que estaban rematadas con unas afiladas puntas que debían de desalentar a los intrusos, los curiosos y a los ladrones.

    - Parece una cárcel. – Dijo Margaret. – Nunca había visto nada igual.
    - La verdad es que lo parece. – Dijo su hija.
    - No ganaría un concurso de belleza. – Dije quitando hierro, al desazonador panorama que estábamos contemplando. Comenzaba a sentirme incómodo. – Ya veréis que por dentro es muy diferente. Os va a gustar.

    Las mujeres no contestaron, y mi hermana callaba, mirando las torres de diez plantas de altura, de la mansión. Torres desde las que se podían haber visto con claridad el pavoroso incendio de Groats. Unas puertas de hierro se abrieron y un negro maduro, alto y corpulento, vestido con un uniforme gris nos recibió agachando la cabeza. Al fondo, en las escalinatas de la puerta principal de la mansión, nos esperaba el resto del servicio.

    El negro, que se llamaba Mobutu, se encargaba de las tareas más duras. Cortar la leña, limpiar los extensos jardines de la mansión, y traer los víveres con un carro, desde Ipness. También era el que hacía las reparaciones en la mansión, los trabajos de mantenimiento. Después había un hombre de setenta años, calvo, y que llevaba un frac muy cuidado. Se trataba del mayordomo de primera Harold. Era el hombre de confianza de mi tío, y él que siempre había estado a su lado. Era el que había sido el tutor en la infancia de mi padre, y de su hermano. El hombre que debía de saberlo todo, y el que mandaba hasta ese momento en la mansión, controlando al servicio. Me acordaba muy vagamente de él, pero había cambiado mucho. Antes era un hombre maduro, y ahora era un anciano.

    Después estaba la cocinera Carol. Era una señora mayor que mi suegra, gorda y oronda, que tenía una cara amable y sonriente, y el pelo lleno de canas. Parecía una simpática y afable abuelita. Era la que se encargaba de hacer la comida, y la limpieza del interior de la mansión.

    Para ayudarla estaba Andrea, una joven griega de treinta años, alta, fuerte y de espaldas anchas. Tenía los ojos azules como el cielo, y una nariz pequeña y respingona. Su pelo negro y lacio estaba recogido bajo la cofia que portaban ambas mujeres. No tenía mucho pecho, pero sí un tórax amplio y ancho. Sus hombros eran los de un nadador, y su cara era en cierto aspecto masculina, angulosa y casi varonil. Sí no llevara el pelo largo, y vistiera ropa de varón, tal vez se podría confundir con un hombre. Era algo casi anti-femenino, lo opuesto a la gracia y a la delicadeza. Andando parecía un caballo percherón. Sus movimientos eran fuertes, potentes y poco coordinados. Esas cuatro personas eran las que conformaban el servicio de la mansión. Las que habían estado junto a mi tío Abraham hasta el día de su fallecimiento. El carromato se detuvo ante ellos. El chofer, un hombre mayor de barba y que llevaba un sombrero de copa negro, gritó.

    - ¡Hemos llegado! ¡Ya pueden bajarse!

    Abrí la puerta, y me bajé, ayudando a las tres mujeres a apearse. Harold se acercó hasta nosotros inclinando la cabeza, saludándonos.

    - Bienvenidos señoras y señor Berkoff. Les damos la bienvenida a su casa. Soy Harold, el mayordomo.
    - Gracias, Harold. – Le respondí cortésmente. No le reconocía, y dudaba de que ser acordara de mí.
    - El señor Thompson nos notificó mediante una carta de su llegada. Hemos preparado todo para que su estancia sea lo más grata posible. Cualquier cosa que deseen solo tienen que pedírmela.
    - Gracias, Señor Harold. – Dije. – El abogado me dio excelentes referencias de usted. Creo que ha prestado un gran servicio a la familia. Le doy las gracias por ello.
    - No merezco ese honor, señor. Solo cumplo con mi trabajo.

    Comenzó a llover ligeramente, y unos truenos retumbaron al fondo del cielo. Amenazaba tormenta. La niebla subía por el páramo.

    - Pronto va a llover. Siempre es igual. – Dijo Harold. – Mobutu recogerá el equipaje y lo llevará a sus habitaciones correspondientes. Carol conducirá a las señoras a sus aposentos. ¡Andrea, acompáñala! ¡Mobutu, encárgate del equipaje! ¡Ten cuidado con él!

    El negro no contestó. Se dirigió a un lado del carromato. Desde lo alto el chofer quitaba las cuerdas que aseguraban las maletas, y se las daba al negro, que las colocaba con cuidado en el suelo.

    - Acompáñeme, señor Oliver. – Dijo Harold. – Su tío, antes de fallecer, me dijo que les enseñara algo a su llegada. Se refirió a su hermano, pero al ser usted el que ha venido en su lugar…
    - Muy bien. – Dije siguiéndole.

    Todos entramos en la mansión, y las mujeres se fueron escaleras arriba, por una escalinata impresionante. Su pasamano era de madera lacada. El recibidor era espectacular, lleno de lujo, estatuas, armaduras y grandes tapices confeccionados a mano en Persia. Los candelabros estaban llenos de velas, y una atmósfera misteriosa impregnaba el lugar. De pequeño no recordaba aquella estancia de esa manera. Me parecía recordarla más bien como un sitio frío, inocuo.

    - Sígame, señor. – Dijo Harold.

    La mansión era tan grande como la recordaba, llena de pasillos interminables, puertas por todos lados, y grandes salas decoradas con un gusto muy recargado, casi barroco. Los cuadros pintados por una multitud de artistas que no reconocía, surcaban las paredes, empapeladas con un lustroso papel de pared marrón, moteado con motivos cobrizos. Era un lugar tan grande y maravilloso, como extraño e inquietante. Las puertas cerradas eran incontables, y daba la sensación de que podían dar a cualquier parte, a cualquier lugar. Un olor húmedo, a viejo, flotaba en el ambiente, junto con el humo de las velas. Era un olor a antigüedad, a una solera antiquísima. Harold abrió una puerta con una llave que sacó de un bolsillo de su frac negro.

    - Adelante, señor.

    Se trataba de una biblioteca, cuyas paredes estaban recubiertas de muebles que llegaban hasta el techo, llenos de libros. Allí habían miles y miles de volúmenes de todas partes del mundo, escritos en multitud de idiomas, desde el copto hasta el latín. Una gran mesa de madera noble ocupaba el centro del lugar, de aquel centro del conocimiento. Harold caminó hasta la mesa con respeto. Yo le seguí, mirando a mí alrededor. Sobre la mesa había un gran libro. Se trataba de un grueso volumen de tapas de cuero negro gastadas. Sus páginas eran amarillentas, y estaba cerrada con un cierre de metal que estaba unido a ambas tapas. Tenía una pequeña cerradura.

    - El señor Abraham pasaba aquí mucho tiempo. – Dijo Harold. – Me dijo que estaba escribiendo sus memorias, ese libro que está usted viendo sobre la mesa, señor Oliver, según me comentó. Me dijo que le hiciera entrega de su llave, y de las llaves de esta, su estancia más personal, en donde pasó gran parte de sus últimos años de vida.
    - Se lo agradezco, Harold. – Dije, recogiendo de su mano las dos llaves, una grande y otra mucho más pequeña.
    - Sí lo desea le acompañaré a sus aposentos, y se los mostraré. Después daremos la cena a las nueve en punto, sí lo considera oportuno.
    - Por mi perfecto, señor Harold. Agradezco mucho su ayuda.
    - Par mí es un honor servirlo, señor Oliver. A título personal le diré que la muerte de su tío me afectó mucho. – Dijo el mayordomo emocionado, con sus ojos brillando. – Se portó muy bien conmigo.
    - No se preocupe, Harold. – Dije dándole un par de palmadas en su espalda, consolándolo amistosamente. – Ya verá como que con tiempo y paciencia, todo se arreglará.
    - Gracias, señor. Tiene las mismas virtudes que su tío. Era todo corazón.

    Algo me extrañaba en todo esto. Harold o era un experto adulador, o estaba intentando mostrarme una realidad que nunca fue así. Mi tío Abraham nunca fue un cúmulo de virtudes, sino más bien todo lo contrario. Mi padre así se encargó, hasta su fallecimiento, de recalcármelo. Se había tratado de un persona ruin, despiadada y maquinadora que solo buscaba su propio beneficio, sin importarle pasar por encima de nadie.


    CAPÍTULO 3: MI MADRE Y EL LIBRO

    A las nueve se sirvió la cena en el comedor principal. En una larguísima de madera, estábamos sentados todos. Yo, mi hermana, mi prometida y mi suegra. Los cuatro estábamos a bastante distancia uno de los otros, pues la mesa era interminable. Estaba decorada con centros de flores secas, y con candelabros llenos de velas humeantes. Toda la cubertería era de plata labrada, y la vajilla era de fina porcelana. Harold supervisaba todo, distante, manteniéndose al margen, esperando la más mínima orden para complacernos a nosotros, sus nuevos señores. Carol llevaba la comida en un carro pequeño que empujaba: dentro había una sopera caliente, y bandejas llenas de comida, tanto fría como caliente. Su ayudante, Andrea, la acompañaba y servía la comida con pinzas a todos. Carol, con un cucharón sopero, servía la sopa de pollo en los platos hondos. Ambas estaban vestidas con sus trajes de doncella. Harold se acercaba de cuando en cuando y con una hermosa jarra de plata, nos servía con cuidado un espléndido vino tinto español, un producto de importación caro y muy apreciado.

    La cena discurrió casi en silencio. Mi suegra vigilaba permanente a su hija, y no se separaba de ella, como sí se tratara de su propia sombra. No iba a permitir que los dos estuviéramos solos juntos ni cinco minutos. Yo ya estaba acostumbrado a ello. Llevaba años aguantando con paciencia y educación a Margaret. Acabada la cena todos nos dirigimos a nuestras habitaciones, pues tras el largo viajo estábamos cansados. Había que acostarse pronto. Harold nos acompañó a cada una de las habitaciones. A mi me dejó el último. Las tres mujeres iban a dormir juntas, como era normal. Yo me volvía hacia Harold, que portaba en la oscuridad un candil de aceite, para alumbrarnos.

    - Harold.
    - Dígame, señor.
    - Me gustaría ir a la biblioteca de mi difunto tío. La verdad es que no tengo demasiado sueño, y me gustaría leer un poco.
    - Como desee, señor. Sígame.

    Me condujo por la laberíntica mansión, hasta la puerta, que reconocí.

    - ¿Sabrá encontrar su habitación de vuelta, señor, o le espero aquí?
    - No se preocupe. Descanse. Ha hecho un esplendido trabajo, Harold.
    - Gracias, señor. Que tenga una buena noche.
    - Lo mismo le digo. Espere. Quería preguntarle algo.
    - Usted dirá.
    - ¿Se acuerda de mí?
    - Claro que si. – Dijo sonriendo Harold. – Me acuerdo de usted, cuando era un niño, hace ya muchos años, cuando todos estaban unidos, su padre, su tío y su abuelo. Eran otros tiempos, tiempos que desgraciadamente ya han pasado a mejor vida.

    Noté en sus palabras melancolía y tristeza. Sabía que su tiempo también estaba llegando a su fin. Harold se fue por el fondo de un pasillo, y yo abrí la puerta con la llave grande. Dentro encendí los candelabros, con uno que me había proporcionado el mayordomo antes de retirarse. Con bastante luz me senté, e introduje la llave en la pequeña cerradura del libro. A continuación lo abrí, y comencé a leerlo. Me llevé una sorpresa, pues no solo se trataba de las memorias de mi tío Henry, sino estaban a continuación de las de mi abuelo Oliver. Ambas estaban juntas, una detrás de la otra. Eso me sorprendió mucho, porque esa era una práctica muy poco habitual. Lo común era hacerlas por separado. Comencé a ojear los párrafos escritos por mi abuelo Oliver.

    “ Tras descubrir la verdad, debo de ser consciente de las implicaciones de mis futuros actos. Pero aún así, no puedo quedarme con los brazos cruzados. No puedo hacer eso. Hacer caso omiso a todo significaría que por mi dejadez, todo podría acabar en un desenlace fatal”

    “ Era ya un hombre maduro y de éxito, y todo lo que me proponía lo conseguía. Al principio no podía creérmelo, pero era cierto. El capitán de una de mis goletas me había informado al regreso de un viaje en las costas occidentales africanas, de que en la ciudad de Mbanga, en Nigeria, nuestro representante local con los comerciantes se había negado a proseguir con los acuerdos establecidos. Se trataba del señor Kaloh. Es decir, nuestro hombre se negaba a seguir trabajando con nosotros, y se oponía a continuar con nuestras relaciones comerciales. Al parecer tenía un acuerdo nuevo con los holandeses. Eso me enfureció de sobremanera, pues ese puesto de abastecimiento era uno de los pilares de mis operaciones mercantiles en Europa. Muchas de mis transacciones podían irse abajo, con parte de mi reputación ganada con trabajo y sudor. Mbanga suministraba marfil de excelente calidad, maderas nobles y un carbón a bajo coste, de gran rendimiento. No podía permitir perder ese punto de abastecimiento y comercio por la intromisión de esos malditos holandeses, que siempre estaban metiendo las narices en todas partes. “

    “Tras fracasar un nuevo contrato con nuestro desertor, me desplacé personalmente hasta allí, meses después, para cerrar un nuevo trato. Aquel gusano no se atrevería a decirme a la cara que no, por muchos de mis recaderos que hubiera despachado con prepotencia y socarronería. “

    “Me he quedado muy confundido. Este hombre, el señor Kaloh, al verme se mostró muy amable y cooperativo. Antes de que yo pudiera decirle nada, reprendiéndole, me dijo que todo volvería a su curso normal, como antes, incluso compensándome por las molestias ocasionadas durante todos esos meses. No entiendo nada. ¿A qué ha venido toda esta estratagema? ¿Para eso me hace cruzar medio mundo, hasta llegar hasta él? Voy a cambiarlo por otro: nadie se burla de mí, delante mío. Pero Kaloh se mostró enigmático pues me dijo que solo cumplía órdenes. ¿Órdenes? ¿De quién? Entonces apareció en escena una misteriosa mujer negra, que se decía llamar Vandala. Al parecer había convencido a Kaloh, para que ideara una sutil artimaña con la cual atraerme a su país. Eso solo para conocerme, según él. ¿Había oído hablar de mí? ¿Porqué quería conocerme? Aquello me fascinó. Por un momento sentía que me estaban tomando el pelo, y decidí zarpar a la mañana rumbo a Europa, pero algo me decía que debía de conocerla, saber el misterioso motivo por el cual me había atraído hasta allí. “

    “ Hice saber a Kaloh, que quería conocerla, y que después tomaría mi decisión con él, respecto a su futuro respecto a mi representación en esa ciudad. Me llevaron al interior, por junglas y caminos, hasta un poblado cercano a la costa, que parecía provisional. Debía de ser un campamento en el que estaban aguardando mi llegada desde hacía algo de tiempo. Vandala apareció radiante. Era una mujer de color, de tez muy oscura, alta, y de dotada de unas formas extraordinarias. Sus piernas y brazos eran fuertes y torneados. Sus pechos grandes y duros, y sus caderas y nalgas terriblemente carnosas. Esa mujer era pura sexualidad. Sus ojos eran verdes, y sus labios gruesos, devoradores. Su nariz era chata, pero hermosa, y su pelo largo, negro como la noche. Desprendía reflejos de color madera, y era algo ondulado. Nunca había visto algo así, una criatura tan provocadora y sensual. Vestía un trozo de tela verde que llevaba enrollado alrededor de su torso, y que iba desde debajo de sus axilas, hasta la mitad de sus muslos. Estaba descalza, y su mirada era intensa, llena de fuerza. Los hombres de su tribu estaban tras ella, negros musculosos e intimidantes, probablemente guerreros. Me dio la impresión de que debía de tratarse de una diosa, una sacerdotisa, o de una reina. Me quedé mirándola fijamente, a unos escasos tres pasos de distancia, y entonces ella me habló en un perfecto inglés.

    - Has venido por fin. Las estrellas no me han mentido.
    - ¿Quién eres? – Le pregunté absorto ante su belleza.
    - Soy Vandala, la gran sacerdotisa de la tribu de los Mwalin.
    - ¿Porqué has hecho que Kaloh me atrajera hasta aquí? ¿Qué buscas con eso?
    - Ese era tu destino, venir aquí, porque tienes una misión que cumplir. Así me lo han dicho las estrellas.
    - ¿De qué estás hablando?
    - Tú vas a ser mi mano, la fuerza que mueva la tierra, las piedras y el agua. Debes ser tú quien hagas la voluntad de los dioses.
    - No entiendo nada…
    - Debes de llevarme a un lugar. Allí lo comprenderás todo. Ese es nuestro destino.

    Me quedé hipnotizado por la fuerza de aquella mirada, de sus verdes e intensos ojos hechiceros, y no pude decir que no, ni resistirme a hacer lo contrario: la obedecí, sin saber bien cómo, o porque. “

    “ Navegamos subiendo la costa africana, siguiendo sus indicaciones. Mis hombres pensaban que me había vuelto loco. Aquella mujer dormía en mi camarote, en el suelo. Nunca salía fuera de él. No compartió cama conmigo. Sentía una irrefrenable necesidad de poseerla, de hacerla mía. La pasión turbaba mi mente y la trastornaba. Estaba sobrexcitado. La primera noche de navegación llevaron la cena de los dos a mi camarote. No cené junto con los oficiales, como acostumbraba. Tras cenar abracé a la mujer, que se separó de mí, empujándome con delicadeza.

    - No puedo hacer lo que quieres. – Me dijo ella.
    - Te… Te necesito. – Dije muy excitado, con la voz temblorosa.
    - Soy virgen. Soy una sacerdotisa, y así debo permanecer, hasta que llegue el momento. Hasta entonces no puedo ser de ningún hombre. No puedo ser tocada por ninguno.
    - Pero… Yo… No me siento bien.
    - No te preocupes. Sé como tranquilizarte. Haz lo que yo te diga. Desnúdate.

    Ella me lo ordenó, y me desnudé a toda prisa. Mi miembro estaba semi-erecto. Ella se quitó el abrigo de pieles que llevaba encima, y lo dejó caer al suelo, bajo sus pies. Quedó solo vestida con la pieza de tela verde. Se la agarró de una esquina, y de un tirón, se desenrolló, cayendo al suelo. Sus pechos eran grandes y negros. Sus pezones eran irresistibles. Su pubis negro se mostraba poblado, provocador, invitando a una exploración, a descubrir el secreto que ocultaba.

    - Túmbate en la cama, y mírame. Tócame mientras me miras. – Dijo Vandala.

    No respondí. Me tumbé recostado, y comencé a masturbarme. Aquella mujer se sentó sobre las pieles, se abrió de piernas, y empezó a masturbarse con fuerza. Se escupió en los dedos y se frotó el sexo con fuerza, con movimientos circulares frenéticos. Sus pechos vibraban moviéndose arriba y abajo. La negra abrió la boca exageradamente y sacó la lengua, lamiendo sus dientes y sus labios. Aquello era insoportable, demasiado excitante, y tras un par de minutos eyaculé. Quedé tendido sobre la cama, con mi torso cubierto de semen y sudor, resoplando con fuerza. Ella se levantó, y se acercó, tumbándose a mi lado. Quise abrazarla.

    - No puedes tocarme. No lo hagas. Yo tampoco puedo tocarte. Dame tu savia.
    - ¿El qué? No comprendo.
    - Lo que has echado fuera de tu cuerpo, tu energía. Hazla caer dentro de mi boca. Eso me hará más fuerte.

    Vandala abrió la boca y sacó la lengua. Yo recogí el esperma con mis dedos y lo dejé gotear sobre su boca abierta. Ella se lo tragaba todo, y así continué, hasta que no quedó nada sobre mí. Se relamía con las gotas que habían caído fuera de su boca, en su rostro.

    - Lo has hecho muy bien. – Terminó diciendo ella. “

    “ Así fue cada noche, repitiendo dicho juego sexual, hasta que llegamos a Escocia, siguiendo sus indicaciones. Anteriormente, en una de las paradas de reabastecimiento, en costas británicas, en la ciudad de Halifax, compré un vestido para ella, tras describírmelo con todo detalle: negro como las plumas de un cuervo, o las de una urraca. Y allí fuimos a parar: a un desolado y perdido lugar llamado el páramo de las urracas. La mujer vestía un largo vestido negro que cubría todo su cuerpo. Llevaba guantes negros, y una gran pamela a juego, con velo, que ocultaba su rostro. Parecía una figura espectral, y la tripulación estaba muy nerviosa con ella, al verla salir vestida así, tras permanecer muchas semanas recluida en su camarote, desde su país. Pensaban que era una bruja, o la muerte…“

    “ Juntos recorrimos a pié el páramo, hasta que llegamos subiendo a una colina, a unas ruinas inmensas, tan extraordinarias como antiguas. Nos acercamos a ellas, y vi en las paredes signos tallados en la piedra. Símbolos de un lenguaje que no alcanzaba a reconocer, pero eso no fue lo que más me impactó. El horror sacudió mi alma cuando vi figuras talladas en una piedra gris, cubierta por miles de destelleantes partículas de mica dorada: nunca había visto mineral parecido. Eran seres, monstruos que no reconocía. Criaturas deformes llenas de bocas hambrientas, ojos diabólicos y tentáculos. Ni un loco podría haber imaginado criaturas tan abominables y abyectas. El miedo me paralizaba: aquel lugar parecía más antiguo que el propio mundo. Una gran entrada estaba abierta en uno de los edificios. Ella la miró.

    - Este era nuestro destino. – Dijo Vandala bajo su tétrico vestido negro. Su voz grave parecía triste. - Debes de construir sobre este sitio una casa, una gran casa digna de este lugar. Hasta ese momento yo te esperaré dentro.
    - ¿Cómo que me esperarás dentro?
    - Obedéceme. Yo estaré aquí esperándote, y entonces seré toda tuya, para siempre.

    La mujer se adentró en el lugar, y desapareció de mi vista. Sentí ganas de gritar, de ir detrás de ella, y sacarla de allí dentro, pero no tuve el valor. Aquella oscuridad me estaba mirando, observándome. Habían cosas dentro. Las sentía. Vandala desapareció, y no escuché nada. Asustado escapé de ese lugar corriendo. Y no me detuve cuesta abajo, hasta que llegué a Groats, desde allí podía verse fondeado en la costa mi barco. Sus habitantes lo miraban con preocupación. “

    Cerré el libro. Me quedé pensando en silencio en la biblioteca, bajo el resplandor de las velas. Estaba excitado. Aquel relato de mi abuelo había puesto duro mi miembro. Necesitaba tanto a mi amada Elizabeth. Ansiaba tanto en que llegara el momento de que estuviéramos juntos por primera vez, en la noche de boda. No pude contenerme. Aquello era demasiado para cualquier hombre, por muchas modales o educación que tuviera. En silencio me aflojé la bragueta y comencé masturbarme solo, casi entre penumbras, en completo silencio. Pensaba en Elizabeth y en sus turgentes formas, en como serían sus pechos, en como sabrían sus besos, y tras unos minutos eyaculé sentado, contra el suelo. Me calmé sudando un poco, y recobré el control de mi mismo. Entonces recordé la última conversación que había tenido con mi anciana madre, en Londres, antes de desplazarme a la mansión. Me vino con fuerza a mi mente.

    - Hijo mío. No debes de volver allí.
    - Es mucho dinero, mama. Tengo que hacerlo, por nosotros, por Elizabeth y por nuestro futuro.
    - Nadie tiene futuro sí está muerto, hijo. Desiste de tu idea insensata. No te dejes influenciar por lo que te dice el señor Helmot. No dejes que su codicia y su ambición destruyan tu vida. Con Elizabeth alcanzarás la felicidad y la tranquilidad que tanto necesitas, ya lo verás.
    - Es por eso, mama. Para que podamos comprarnos una casa más grande, para que nuestros hijos crezcan con comodidad, para que tú vivas bien atendida, y para que Helena también esté como merece.
    - Piensas en el dinero. Y no debes de hacer eso. Yo nací en Groats, cerca de ese lugar inmundo y corrupto. Crecí en el pueblo escuchando muchas historias acerca de ese paraje. Allí anida el mal, el terror y la oscuridad más perversa. Tú maldito abuelo construyó encima su apestosa mansión, por motivos oscuros, no por una casualidad. La construyó encima de la maldad, y eso lo corrompió, como corrompió a tu tío Henry. ¡La familia está maldita, como ese lugar! ¡Destruyó Groats! Ahí hay algo desconocido que debe permanecer enterrado entre las sombras, en las profundidades de la tierra. ¿No lo entiendes? ¿No lo ves, hijo mío? Por favor, piensa sensatamente que vas a hacer, y no cometas una locura de la que te vas a arrepentir amargamente.

    Me levanté de mi asiento, cerrando el libro con llave, y salí de la pequeña biblioteca, cerrando también su puerta. Con mi candelabro caminé hacia mi habitación, esperando no perderme por las interminables estancias y pasillos llenas de sombras, pensando en todas las palabras de mi madre, y de mi abuelo. Iba a costarme conciliar el sueño.


    CAPÍTULO 4: LA COCINA

    Por la mañana, tras desayunar, Harold nos condujo hasta el panteón familiar en donde estaban enterrados tres miembros de la familia Berkoff: mi abuelo Oliver, su mujer Adajja con su hija muerta en su interior, y mi tío Henry. Los jardines que rodeaban a la mansión, en su parte posterior, parecían casi un pequeño bosque en donde se podía pasear con los caballos que había en los establos de la mansión. Los árboles de hoja perenne, pinos y abetos, se mezclaban con los de hoja caduca, robles y olmos. El lugar estaba bastante arreglado por el duro y constante trabajo de Mobutu.

    A unos cincuenta metros de la mansión se alzaba un pequeño edificio de granito, que solo vi desde fuera de niño. Sus puertas estaban abiertas de par en par. Bajando una escalinata, que tenía algunas hojas secas encima, se abría una sala circular, llena de nichos. Los nichos cubrían las paredes, y en el centro habían dos grandes sarcófagos de mármol. Encima de sus pesadas losas habían esculpidas la figura de un hombre en una, y de una mujer en la otra. Bajo ellas estaban grabados los nombres de mi abuelo y de mi abuela. En los nichos de la pared estaba la lápida de mi tío, solitaria.

    Margaret hizo una pequeña oración en voz alta, y tras santiguarnos mostrando respeto, regresamos a la mansión, acompañados por Harold. Mobutu se quedó atrás, cerrando las puertas de aquel funesto lugar.

    Tras la comida, todos nos quedamos en un acogedor salón, conversando. En él había un piano. Elizabeth no desaprovechó la oportunidad, y tocó muchas canciones de memoria, pues allí no había guardada ninguna partitura, según dijo Harold. Era algo muy extraño. Tal vez mi tío o mi abuelo lo compraron para decorar el salón, como si se tratara de un mueble más. Pasamos un rato agradable escuchando las hermosas y suaves canciones que nos tocaba mi prometida. Helena se disculpó un rato después, y fue acompañada por Harold hasta el lavabo más cercano. Harold regresó al lado nuestro, sonriente y fiel.

    Helena hizo sus necesidades y salió del lavabo, caminado por el pasillo, cuando escuchó algo tras ella. Se volvió: al fondo del pasillo no vio a nadie. Había algo extraño, pero no sabía bien que era. Helena caminó hacia el fondo en donde todas las puertas estaban cerradas, y en el que había una angosta escalera de caracol, que descendía. Helena bajó por ella pisando con cuidado, en silencio, mientras con ambas manos se arremangaba los largos faldones de su vestido, para no pisarlos. Abajo había una sala larga, ancha y oscura. Había humo y hacía calor. Helena caminó hasta una puerta y se asomó con cautela, sigilosamente. Dentro de una gran cocina, de paredes de azulejos blancos, muy viejos, estaban la griega y la cocinera. La cocinera estaba sentada sobre un taburete, con su vestido de doncella, de espaldas. La griega estaba de pié, con un machete de cocina cuadrado, dando golpes sobre un gran bloque de madera que le llegaba hasta la cintura, y en donde se cortaba la carne. Helena llevaba sobre su vestido un delantal blanco, con la pechera llena de sangre. Ante ella había un pequeño cabrito abierto en canal. Su cabeza colgaba con los ojos abiertos y la lengua fuera, en un lateral del bloque de madera. La griega daba fuertes golpes, partiendo con chasquidos los huesos.

    - Argaman aarroi hiual… - Dijo Carol de espalda, con una voz asquerosa e inhumana, que emitía gorgojeos arrastrados.
    - Uouaa… imi nai argam toa. – Respondía sonriendo la griega. – Imona ema atala osao. Agaman eta usi imi… ¡Ísata!
    - ¡Ísata! – Respondió Carol con entusiasmo.

    Helena sintió escalofríos. Aquel idioma era horrible, espantoso. Sonaba como un puñado de gusanos devorando carne putrefacta. No parecía de este mundo. Helena se dio la vuelta y Mobutu estaba frente a ella. La mujer dio un salto atrás asustada, tapándose la boca con las manos, para no gritar. Mobutu se expresó en un perfecto inglés, con una voz controlada y suave, a pesar de su aspecto rudo.

    - No debería de estar aquí, señora.
    - Yo… He perdido.
    - ¿Se ha perdido? ¿A dónde iba?
    - A lavabo. Buscaba lavabo.
    - ¿No la ha acompañado el señor Harold? – Preguntó Mobutu con un tono de desconfianza.
    - Harold no etaba. Me perdido. – Dijo Helena asustada, temiendo que se descubriera su mentira.
    - Acompáñeme. – Dijo el negro. - La llevaré con su familia, pero recuerde: no se aventure sola por esta mansión. Es muy grande y se podría perder. ¿Comprende lo que le digo? Podría tener un accidente: hay sitios poco seguros por aquí, en reparaciones.
    - Si, señó. Comprendo.
    - Muy bien. Sígame, por favor.

    Mobutu llevó a Helena hasta el salón. Se escuchaba a Elizabeth tocando. Helena entró dentro y todos la miraron. Margaret habló enfadada, recriminándola, y Elizabeth se detuvo.

    - ¿Dónde estabas? ¡Has tardado mucho! ¿Qué estabas haciendo?
    - En e lavabo.
    - ¿Cómo? ¡Hace casi veinte minutos que te has ido al lavabo! – Dijo Margaret furiosa.
    - En e lavabo. – Dijo Helena agachando la vista.
    - Deje a mi hermana. – Dije levantándome de mi asiento, abrazándola. – Ven aquí, y siéntate a mi lado. No te preocupes. ¿Estás bien?
    - Si.
    - Muy bien. Pues sigue escuchando la música. – Le dije.
    - ¡No! – Dijo Margaret. – Se acabó el concierto. Elizabeth, cierra el piano. Ya has tocado bastante por hoy.

    Aquella mujer había hecho un ejercicio de fuerza contra mí, fastidiando la agradable velada musical. Estaba plantándome cara, diciéndome que aunque su hija estuviera casada conmigo, ella seguiría ejerciendo su poderosa influencia sobre ella. Eso era lo único que me disgustaba de mi prometida: que no tenía el suficiente carácter para plantarle cara. Tal vez por miedo, o por indecisión. Pero yo estaba decidido a hacerle cambiar de ideas, cuando fuera de una vez por todas mi esposa. De eso estaba convencido y seguro.

    Por la noche la cena fue como de costumbre. Carol cocinaba muy bien, y sirvió la cena con la ayuda de Andrea. Como marcaba la etiqueta, Harold se encargó del vino. Después todos nos retiramos. Ellas a la habitación, juntas, y yo a la biblioteca en donde estaba guardado el grueso libro. Harold insistió en acompañarme y por el camino comenzó a hablarme, sosteniendo un candelabro.

    - Me comentó el señor Thompson que pronto se va a casar usted, señor Oliver.
    - Así es.
    - Le deseo mucha suerte y felicidad de antemano, señor.
    - Gracias, Harold.
    - Perdone que me entrometa, pero esta tarde me pareció ver cierta tensión entre usted y la señora Margaret. Se que no es de buen gusto comentar eso, pero la verdad es que a mi me preocupó.
    - ¿Por qué, Harold?
    - Parece que usted no le cae muy bien a esa mujer. Eso es lo que he percibido. Parece que tiene algo contra usted. Hasta me atrevería a afirmar que no le hace especial ilusión de que se case con su hija.
    - Es usted muy observador. – Dije deteniéndome, mirándole enfadado.
    - No se enfade conmigo. No he querido ser indiscreto, solo que me preocupo por usted, señor. Los Berkoff han sido como unos padres para mí. Han cuidado de mí y me han dado todo lo que he necesitado, mucho más de lo que podría merecer. Han sido personas generosas y de gran corazón. Por eso siento que estoy en deuda con ellos, y que por encima de cualquier cosa debo de ayudarle. A usted, su descendiente, y a su hermana Helena. ¡Me siento obligado a ello! Es una cuestión de honor y de principio.
    - Lo comprendo, Harold. Perdone que la haya juzgado tan a la ligera. No era mi intención dudar de sus intenciones. Es que… Estoy algo nervioso. Mi próxima boda, la muerte de mi tío, venir aquí… Son muchas cosas, mucha presión.
    - Comprendo, señor. Sí en algo está en mi mano, para ayudarle.

    Harold era un buen mayordomo. Pero a veces habían cosas, palabras o acciones, que no comprendía demasiado. Parecía que ocultaba algo. Me condujo hasta la puerta y se despidió, retirándose a descansar. Saqué las llaves, y unos minutos después estaba con el enorme libro abierto delante mío, leyendo sus páginas manuscritas a mano. Esta vez se trataban de palabras de mi tío recién fallecido. Palabras que me desconcertaron.
    “ Mi muerte está cerca. La enfermedad ha hecho presa de mi cuerpo, y se extiende a toda velocidad por mi carne, por mi sangre y por mis huesos. Siento mucho dolor, y solo puedo moverme un poco con la ayuda de Harold. Siempre estoy postrado en la cama, esperando la hora de mi muerte. Me siento igual que en un ataúd. Así me voy a sentir, tumbado en su interior de terciopelo rojo brillante. Casi no puedo comer. Ya no puedo disfrutar de un buen plato estofado de jabalí que Carol me hace con tanto mimo. Solo tomo sopas de verdura. A veces siento que se me va a escapar de cuerpo por mil agujeros. Es como sí los gusanos lo estuvieran devorando anticipadamente, creando agujeros en todo su interior. Agujeros por los que escapará la maldita sopa. ¿Porqué señor? ¿Porqué este castigo y no me dejas morir rápidamente, segando mi vida de un solo golpe? “

    Mi tío debió sufrir mucho en la fase terminal de su enfermedad. Tuvo que ser espantoso. El cáncer corría su cuerpo, devorándolo y cubriéndolo de bultos enfermizos. Cerré los ojos cansado. Había visto en mi carrera médica esos tumores desarrollándose de forma maligna e imparable. No le deseaba eso a nadie. Antes de sufrir tanto era mejor pegarse un disparo en la sien, o ingerir alguna clase de veneno. Esa era le mejor solución, para ahorrarse uno dolor y sufrimiento, aunque contraviniera la palabra de Dios. Pero al ser médico, y defender ante todo la vida, no podía expresar esa opinión mía personal. Me levanté, y volví a mi habitación, mucho más cansado que de costumbre. Parecía que ese maldito y melancólico lugar estaba empezando a hacer mella en mi estado de ánimo.

    Un ruido resonó lejanamente, fuera de la habitación. Helena abrió los ojos. Era muy tarde, y se levantó en silencio, vestida con un largo camisón blanco, procurando no despertar a las otras dos mujeres. Se puso las zapatillas y pisó con cuidado, hasta que llegó a la puerta. La abrió mirando a las mujeres, que dormían profundamente. Asomó la cabeza y siguió escuchando algo. Sin luz, y en la oscuridad, caminó por un pasillo, bajó unas escaleras y llegó hasta otro pasillo. A lo lejos había luz bajo una puerta. Helena se acercó con extremo sigilo hasta ella. Los ruidos eran gemidos, los gemidos de una mujer. Ella se quedó confusa, no comprendía que estaba sucediendo dentro de esa habitación.

    Helena estaba con su camisón blanco ante la puerta. Los ruidos y gemidos eran muy claros. Ella tenía miedo. Quería volver a su habitación, junto con las otras dos mujeres, pero algo se lo impedía. Sí alguien la pillaba podría llevarse una buena reprimenda de Margaret. Mobutu, el criado negro, había tenido buen corazón, y no le había dicho nada a nadie. Ella tenía un cosquilleo en el estómago, algo extraño. Una excitación que le estaba perturbando. Helena comenzó a respirar aceleradamente, sin saber bien porque, y empujó la puerta con sumo cuidado, para que no chirriaran sus bisagras. Solo necesitó abrirla un poco, el espacio por el que entrara un dedo pulgar. Acercó la cara y miró con su ojo derecho por él, pegándose a la puerta.

    Andrea, la fuerte mujer griega estaba desnuda, sentada en la cama, con su espalda apoyada en unas mullidas almohadas, y abierta de piernas. Sus piernas eran largas y fuertes, sus pechos pequeños pero respingones, y las aureolas de sus pechos muy grandes. Sus pezones estaban anillados con aros de metal. Aquello horrorizó a Helena: nunca había visto nada igual. Sus cabellos negros estaban trenzados en una larga cola, metida tras una almohada, y su sexo, muy rosado y brillante, estaba afeitado, sin vello púbico. Sobre su clítoris había otro aro de metal. Helena no podía creer lo que veía. La mujer se masturbaba con sus poderosos y anchos brazos. Su piel era muy blanca, pálida. Sus hombros atléticos se tensaban y relajaban rítmicamente. Se llevó los dedos a su boca y se escupió en ellos, y continuó masturbándose con fuerza. Andrea gemía, mientras se relamía con su larga lengua. Parecía una serpiente excitada. La griega sacaba la lengua más, y se babeaba. La saliva caía por su barbilla, goteando sobre su esternón. Estaba muy excitada, y se metió un par de dedos dentro de su vagina. Helena abrió la boca absorta.

    - ¡Ven! ¡Fóllame ya de una vez! ¡Fóllame, maldito cabrón! – Dijo terriblemente excitada Andrea.

    De un lado de la habitación apareció sudoroso Mobutu, desnudo. Helena se llevó la mano a la boca espantada: era el primer hombre que veía desnudo. Su cuerpo de ébano, sudoroso y musculado se mostró esplendorosamente. Su miembro estaba erecto, colgando y moviéndose a los lados, según caminaba el hombre hacia la cama. Era algo grande, muy grande, y cubierto de venas que parecían raíces. Se arrodilló al lado de la griega, cerca de su cabeza, y esta le agarró el miembro con su mano izquierda y comenzó a meneárselo. Estaba solo a un par de palmos de su cara, lo podía oler perfectamente. Ella seguía masturbándose con su mano libre, mientras seguía babeándose y relamiéndose, mirando el poderoso pene. El negro estaba muy excitado, sudando, mientras la mujer abría más la boca, como sí quisiera tragárselo hasta el fondo, pero no lo hacía. Continuó masturbando al hombre, sacando su lengua bífida, mirándolo con lujuria incontrolable a sus ojos. Entonces el negro no aguantó más, y le metió el miembro en su boca con fuerza, llenándosela. Agarró violentamente la cabeza de la mujer, haciéndola adelante y atrás, mientras esta le hacía una mamada ruidosa. Chupaba con fuerza, con pasión, con deleite. El negro gemía poseído por el placer, mientras miraba la mujer, que seguía masturbándose con más fuerza con una mano, y con la otra se pellizcaba y estiraba sus dos pezones anillados. La polla salió de su boca, y las babas cayeron sobre la barbilla y el pecho de la mujer.

    - ¡Venga, joder! ¿A qué esperas? ¡Métemela, cabrón! ¡Métemela!

    El negro se separó de ella y se puso encima. La mujer estaba abierta de piernas, con su sexo rosado, húmedo y caliente. Ansiaba la fuerza, el empuje y el calor del miembro del hombre. Mobutu se agarró el pene y lo introdujo lentamente en la mujer, que gimió abrazándolo. La polla se hundió en la carne blanca hasta el fondo, y comenzó a subir ya a bajar como un mecanismo de perforación. La mujer gritaba arañando la espalda del hombre: estaba muy mojada, muy caliente: el cuerpo le ardía.

    - ¡Venga! ¡Venga! ¡Más! ¡Dame más! ¡Fóllame! ¡Fóllame más fuerte, hijoputa de negro! ¡Ahhhhh! ¡Así! ¡Mássss! ¡Mássss! ¡Aoooaaaa..!

    Mobutu la penetraba con más fuerza, con más ritmo, y la griega aullaba. La doncella comenzaba a tener un orgasmo incontenible, desbordante. Helena se separó de la puerta sudando, su cuerpo temblaba. Escuchaba los gritos. Se miró abajo, y se tocó la entrepierna porque notó algo extraño en ella. Sus bragas de algodón blancas estaban empapadas. Ella estaba confusa y asustada. Se tocó y comprobó que su sexo estaba mojado: aquello no era sudor. Al pasar rozando sus dedos sobre él, sintió algo excitante, casi eléctrico. Ella abría la boca perturbada. Se tocó con más decisión y aquello le produjo un gusto terrible. Cerró los ojos y recordó lo que acababa de ver, a la griega masturbándose en la cama, y hizo lo mismo de pié. Se metió una mano bajo el camisón y comenzó a agarrase el pecho izquierdo con fuerza, estrujándolo, retorciendo el pezón que se puso duro enseguida. La otra mano se la metió dentro de las bragas y se frotó el clítoris.

    - Ooooh…. Ouuuuu… Oooooooooh….! Ah... Ah… Ah…

    Helena empezó a abrir más la boca, y su lengua afloró ardiendo. Se estiró hasta quedarse tensa, y comenzó a relamer sus labios, como hacía la griega. Estaba poniéndose muy caliente, mucho, y se masturbó con más fuerza durante unos minutos, volviendo a mirar por la rendija de la puerta. A lo lejos, al final del pasillo, oculto por las sombras, Harold apretaba los dientes. Sudaba mirándola con ojos de loco, inyectados de sangre. Vestido con su pijama largo, se masturbaba con fuerza. Su pene estaba duro, casi rocoso. Harold estaba poseído, fuera de si, y en silencio eyaculó, regando abundantemente las piedras del suelo. El esperma caliente quedó allí, formando charcos y gotas. Harold no dejaba de meneársela mirando a Helena, que no dejaba de relamerse mientras se masturbaba espiando por la puerta.


    CAPÍTULO 5: LLEGA EL INVIERNO

    El octubre llegó mal, por muy bien que le pareciera a Helena, que no paraba de mirar entusiasmada por las ventanas. Dos días después de haber llegado a la mansión estaba cayendo una nevada digna de consideración. Aquello era demasiado prematuro. No habíamos tenido tiempo ni de pasear a caballo. Mis recuerdos de niño me decían que en esta región no comenzaban las nevadas hasta finales de noviembre, principios de diciembre. Era inusual que comenzará a nevar tan pronto. Habíamos decidido montar un poco a caballo por las tardes, pasear un poco, pero todo se había trastocado por las tempranas nieves.

    Por la tarde estábamos en el salón. Elizabeth tocaba desganada, casi a la fuerza. La encontraba algo desmoralizada, pero su madre solo me dejaba estar con ella en su presencia, sin tocarla ni poderle decir nada íntimo o personal. La mujer siempre estaba en medio, rondando como un vigía al acecho.

    - Puesto que me voy a casar con su hija, me gustaría hablar un momento con ella, sin su presencia. – Le dije a Margaret.
    - Olvídate de esa idea. – Dijo tajantemente la mujer.
    - No voy a hacerle nada. ¡Solo quiero hablar con ella! No está bien. Estoy preocupado por ella.
    - Mi hija está muy bien, y por lo que a mí respecta debes de respetarla. ¡Es mi hija, y está bajo mi tutela hasta el que día que suba al altar!
    - ¿Porqué nos hace eso? – Elizabeth me miraba preocupada a pocos metros, sin dejar de tocar el piano. Su mirada era muy triste. - Solo queremos hablar un rato. ¡Nada más!
    - Mi marido te tiene mucha simpatía. No sé sí porque es así de bueno, o por el dinero que has heredado. Siempre está metido en la maldita política, olvidándose de mí, de su única hija. Por eso siempre hace todo mal. ¡Mal! Todavía no veo nada claro de que seas capaz de hacer feliz a mi hija, de que seas digno de ella.
    - Desgraciadamente veo que no le soy de su agrado.
    - Por supuesto Y no pienses que las tienes todas contigo porque mi marido aplauda hasta la última tontería que digas. Yo mando en casa y los pantalones los llevo yo. ¿Te queda claro? Y sí lo creo oportuno esa boda jamás se celebrará.

    Maldita bruja. Me estaba sacando de mis casillas, y eso era muy difícil, pues siempre me tomaba las cosas con mucha diplomacia y sensatez. Esa mujer según se iba acercando la fecha de la boda me iba atacando con mayor rotundidad. Elizabeth estaba hundida, coaccionada bajo la nefasta influencia de su madre. No hablaba y ni me miraba. Siempre tenía sus ojos tristes y era incapaz de mirarme a la cara. Yo, lo único que podía hacer era callar y aguantar con toda mi alma, hasta que llegara el día de la boda. Después cambiaría todo, y sí era necesario, con el dinero de la herencia de mi tío me iría con ella a vivir lejos de su madre, muy lejos. Harold había contemplado la escena en silencio, con su habitual discreción.

    Por la noche todos cenábamos. Carol y Andrea estaban dispuestas, amables y sonrientes, sirviendo la cena. Pero sí se las observaba bien, se veía que estaban algo tensas, pues ellas notaban que el ambiente no era bueno, que la tirantez entre mi suegra y yo era preocupante y palpable. Tras la cena ellas se fueron a su habitación, y yo a leer el grueso volumen, como estaba haciendo habitualmente antes de acostarme.

    Abrí el libro con la pequeña llave, y comencé a leer una parte escrita por mi abuelo, y que se refería a la construcción de la mansión de los Berkoff.

    “ Compré esas ruinas al gobierno. No me costó demasiado en términos burocráticos. Hice favores y generosos regalos, y con bastante dinero más, conseguí que el gobernador de la región decidiera venderme esas ruinas perdidas, ubicadas en un lugar remoto. Ni tenían valor histórico, ni servían para nada, dijo él. Una vez adquirí las ruinas contacté con el arquitecto alemán Klaus Wramenbeur, al que le di el encargo de construir, sobre lo que había, la mansión. Debía respetarse en la medida de lo posible las ruinas que harían de base. Klaus se trasladó con un equipo de geólogos e ingenieros hasta allí, y estudió las ruinas. Dos ingenieros se perdieron, y fueron dados como desaparecidos. Nadie se atrevía a internarse en el interior de aquel lugar. Hecho los estudios, y realizados los planos se dio comienzo a la obra. Los alemanes y los turcos se encargarían de realizarla. La empresa llevó años, y los materiales, las herramientas y suministros se transportaron tanto por tierra, en carros y con trenes, como por mar, en barco. La orden más importante es que nadie se internara en el interior de esas ruinas. ”

    “ Han muerto varias personas en la edificación de la mansión. Unos se han suicidado, otros han sufrido accidentes inexplicables y otros han desaparecido. Los capataces dicen que se han ido, desertando. Eso no consigue calmar el miedo de los obreros. Saben que ese lugar es tan antiguo como las estrellas, y que en su interior mora una presencia desconocida, que ningún ser humano es capaz de comprender o concebir. Solo pienso en Vandala, cuando vestida de negro despareció en el interior de aquel lugar. Tenemos un destino común, dictado por los Dioses y que según ella, tiene que ver con este tenebroso lugar. No comprendo como una mujer a la que no conocía de nada, una extraña indígena, ha logrado influirme de tal manera, haciéndome acometer esta titánica y descabellada empresa. En Groats están aterrorizados. Dicen que construyendo este edificio despertaremos a los demonios que duermen bajo estas ruinas. “

    “ Acabada la mansión me quedé solo en su interior. Es esplendida y digna de estas ruinas. Bajé hasta el fondo de ella, y abrí la puerta que conduce a las ruinas. Allí, solo y con una lámpara de aceite me interné dentro de la oscuridad. Vi las ruinas. Los bloques tallados de forma milimétrica estaban tan bien encajados, que ni un alfiler podía meterse entre ellos. Estaban cortados con una perfección tan perfecta y matemática que parecían no haber sido hechos en este mundo. Las extrañas letras estaban talladas sobre ellas. ¿Qué querían decir? ¿Qué clase de lenguaje era ese? Seguí internándome en aquel lugar frío y siniestro, silencioso como el interior de un ataúd. Vi una entrada flanqueada por dos estatuas de cinco metros de altura. Parecían hombres, pero solo era esa impresión: lo parecían. Sus cuerpos eran grotescos y deformes. No tenían cabezas, y desde el esternón hasta sus vientres se abrían unas grandes bocas verticales que parecían una vagina abierta. Dentro estaban llenas de finos y curvados dientes. Aquello horrorizó mi alma. Recordé entonces la primera vez que estuve en ese lugar, con Vandala, y vi estatuas distintas, pero también igual de espantosas. Estaba aterrorizado. ¿Qué clase de gente construyó ese lugar? ¿Quiénes eran? Seguí caminando con cuidado, mirando donde pisaba, entonces… “

    Tocaron a la puerta. Me sobresalté. Cerré el libro y caminé hasta la puerta, y la abrí. Estaba Harold fuera vestido con un pijama largo. Parecía preocupado.

    - ¿Qué sucede, Harold?
    - Perdone que le moleste a estas horas, señor. Pero Andrea no se encuentra bien. Está temblando mucho. Parece que tiene fiebre.
    - Llévame hasta ella. – Le dije cerrando la puerta detrás mío.

    Minutos después estaba en su habitación, sentado al borde de su cama. Carol, Harold y Mobutu estaban en un rincón mirándome, preocupados. Sostenían lámparas y candelabros llenos de vela. Observaban mis movimientos. Hice un reconocimiento de la mujer. Lamenté no haber traído mi maletín médico. Estaba vestida con un camisón muy transparente. Estaba sudando, temblando y no podía abrir los ojos. Tenía ojeras muy marcadas. Tomé la temperatura de su frente, con mi mano. Después puse mi oído sobre su pecho y escuché su respiración. Tomé su pulso y abrí su boca, tapando yo la mía con un pañuelo de tela. Acerqué una lámpara a su cara y miré su lengua y la garganta.

    - Tiene fiebre. Parece que tiene gripe, o un constipado muy fuerte. – Dije.
    - ¿Y qué hacemos, señor Oliver? – Preguntó Carol muy preocupada.
    - Descanso y que duerma. Eso es lo que debe de hacer. Déle de comer sopas calientes y mucho agua. Veremos sí en un par de días mejora, si no tendremos que llevárnosla de aquí.
    - Hay mucha nieve, señor. – Dijo Harold. – Aunque Mobutu pudiera preparar el carruaje, no creo que pudiera llegar hasta Ipness con este tiempo. El camino está poniéndose intransitable con tanta nieve.
    - Esperemos que mejore. – Le respondí. – Si no tendremos que hacer algo, como sea. Vigílela bien, Carol.
    - Así lo haré, señor. Estaré todo el día a su lado.

    Regresé a mi habitación, acompañado por Harold. En un pasillo oscuro, a lo lejos, vi moverse una sombra, algo inconcreto. ¿Qué podía ser? Mi familia dormía, y el servicio acababa de dejarlo, en la planta de abajo.

    - ¿Quién hay ahí? – Dije señalando al fondo.
    - ¿Quién? Ahí no hay nadie señor. – Respondió Harold mirando a donde le indicaba.
    - He visto moverse algo.
    - Pues yo no veo nada señor. Será una sombra. Este lugar es tan grande, que aquí de noche, es fácil confundirse y parecer que uno ve cosas. Es cuestión de acostumbrarse.

    No discutí con Harold, ni sentí muchas ganas de ir hasta allí, para comprobar sí había sido imaginaciones mías. Fui hasta mi habitación y me acosté.

    Las tres mujeres dormían en la habitación, cada una en su cama. Era ya muy tarde. Por la ventana continuaban cayendo grandes copos de nieve. La nieve no dejaba de caer, cubriéndolo todo con su manto blanco. Margaret dormía profundamente. Helena abrió los ojos y miró a las otras dos camas. Las dos mujeres dormían placidamente. Ella, cubierta por la sábana y las mantas separó las piernas. Se metió la mano izquierda dentro de sus bragas, y la derecha bajo el camisón, agarrándose los pechos. Entonces comenzó a masturbarse. Primero con suavidad, lentamente. Después comenzó a mojarse, a sentirse muy húmeda y excitada, y entonces el placer fue inundando hasta la última partícula de su cuerpo. La sensación era indescriptible. El gusto que sentía era atroz, casi escandaloso. Sus dedos se movían con mayor rapidez y fuerza, frotando su clítoris, hasta que se los metió dentro de la vagina. Sus dedos estrujaban sus pezones que estaban ya duros, y entonces vino el primer orgasmo. Helena abrió la boca y sacó la lengua, gimiendo en silencio. Su lengua se movía en el aire, arriba y abajo, recordando como Mobutu penetraba a la doncella griega, como le metía hasta el fondo de sus entrañas aquel vergajo negro y duro. Helena estaba cada mes más excitada. Le costaba un gran esfuerzo no hacer ruido, ya que el placer se le escapaba por la garganta. Solo veía esa gran polla negra. Solo quería sentirla dentro de ella, taladrándola, haciéndola sentir una mujer, hasta el fondo, con fuerza.

    - oooohh… uuuuuu… uuuuuuii…
    - ¿Qué haces, Helena?
    Helena se quedó paralizada, aterrorizada. Elizabeth le estaba mirando sorprendida desde su cama.

    - ¿Qué estabas haciendo? – Volvió a preguntarle Elizabeth.
    - ¡¡¿Qué pasa, niñas?!! – Exclamó Margaret despertándose. - ¿Qué hacéis despiertas a estas horas?

    El corazón de Helena estaba acelerándose del miedo. Estaba sufriendo un ataque de pánico. Sí su tía Margaret se enteraba de lo que había estado haciendo, era capaz de matarla a palos.

    - Hablábamos. – Respondió Elizabeth encubriendo a Helena.
    - ¡Pues a dormir! – Ordenó Margaret. – Estás son horas para descansar, no para charlar, señoritas. No quiero volver a escuchar ni una palabra más. ¿Queda claro?

    Tuve un sueño. Era extraño pues habitualmente no solía tenerlos. Siempre dormía como un lirón, a pierna suelta. Estaba vestido con mi pijama de noche y nevando, entre las viejas y carbonizadas ruinas de Groats. No tenía frío de forma inexplicable, aunque los copos de nieve se posaban sobre mi pelo, y mis hombros. El suelo cubierto de nieve se movía. Una mano quemada apareció de él, abriendo y cerrando sus dedos. Me aterroricé. Casi cincuenta muertos se levantaron de debajo de la nieve. Eran cuerpos quemados e irreconocibles. No tenían labios y sus dientes desnudos mostraban sonrisas perpetuas. Uno de ellos estaba al frente de todos, como sí fuera un líder o el jefe. Su voz era arrastrada y arrítmica. Levantó su brazo y me señaló.

    - Tú, mil veces maldito. Tú que llevas el apellido del que ha vendido su alma al averno. Tú que has nacido con el estigma de los Berkoff, marcado por la muerte y la desesperación… ¡Vuelve de donde has venido! ¡No desafíes lo que no conoces! ¡No intentes descubrir la verdad que tanto ocultó tu abuelo y tu tío, insensato!
    - ¿De qué verdad me hablas?
    - La oscuridad se aproxima. – Me dijo aquel muerto resucitado. – Nubes negras se ciernen sobre ese maldito lugar, prohibido para los mortales. Huye. ¡Huye mientras estés a tiempo o será demasiado tarde, porque pronto la verdad verá la luz!

    Me desperté con una desagradable sensación. Esa pesadilla la recordaba vividamente, hasta el último de sus segundos. ¿Qué me estaba diciendo mi subconsciente? ¿Me estaba jugando una mala pasada mi imaginación? Tal vez se trataba de las historias de mi tío y de mi abuelo, que estaban comenzando a afectarme. A influenciarme interiormente. Quizás debería de leer menos, y dejar ese libro perdido en una de las estanterías, junto a los otros.


    CAPÍTULO 6: LOS CABALLOS

    Tras el desayuno comprobamos que no paraba de nevar. Afuera había ya más de un metro de nieve. Por una ventana vimos a Mobutu muy abrigado, caminando entre la nieve, yendo hasta un almacén, a buscar algo. La vista era muy bonita desde dentro, pero eso no quería decir que fuera agradable: nos estábamos quedando incomunicados. Sí Andrea no mejoraba podría significar que tendríamos problemas para llevarla hasta Ipness. Rezaba por que esa posibilidad no se hiciera realidad.

    Tras eso estuvimos en el salón leyendo libros. Mi hermana dibujaba en unas hojas de papel con unos lápices de colores. Estaba dibujando un campo con una casa, o algo así. Margaret estaba haciendo una bufanda de punto, con sus largas agujas y los ovillos de lana, y Elizabeth leía un libro de aventuras. Yo me relajaba fumando mi pipa. Cerraba los ojos y expulsaba lentamente el humo entre mis labios. No dejaba de nevar. Harold nos comentó que no recordaba una nevada así desde hacía mucho tiempo. Varias horas después comimos y la tarde la pasó Elizabeth tocando el piano, intentando corregirse a si misma. Helena escuchaba atentamente la música bajo los ojos inquisidores de Margaret, a la que era imposible arrancarle una sonrisa. Yo me quedé dormido en mi butacón, al lado de sus sofás. Mi hermana me despertó después, antes de la cena. Cenamos. Andrea no estaba, y llegó la hora de acostarse.

    Las tres mujeres se marcharon al dormitorio, y yo me fui a mi habitual lugar de lectura nocturna. Saqué la llave de la puerta y me quedé pensativo. No había visto en todo el día a Andrea, y tanto Harold, como Carol no me habían comentado nada acerca de cómo se encontraba: sí había mejorado algo, o por el contrario, desafortunadamente seguía encontrándose mal, con fiebre. Decidí bajar a verla a su habitación. A esta hora Carol estaría a su lado. Con mi lámpara recorrí un pasillo oscuro, y algo se movió al fondo.

    - ¿Quién va? – Exclamé en voz alta.

    No recibí respuesta. La sombra retrocedió.

    - ¡Espere! ¡Deténgase!

    Corrí por el pasillo, doblé un recodo y no vi nada. No veía nada. El pasillo se extendía considerablemente entre sombras. Tenía la incomoda sensación de que me estaban observando, de que miraban desde algún rincón de esa oscuridad. Había alguien, pero por un momento sentí miedo. ¿Y sí no se trataba de alguien del servicio? ¿Y sí era alguien con pérfidas intenciones, armado con un cuchillo?

    - ¡Muéstrese! ¡Le prometo que no le haré nada, ni me enfadaré con usted! ¡No se esconda! ¡Llevo un arma de fuego!

    Aquella mentira no surtió efecto. Quien quiera que fuera, continuaba vigilándome desde el fondo de aquel lugar, inmóvil. Retrocedí y me marché, mirando hacia atrás. Parecía que no me seguían. Volví sobre mis pasos y bajé una escalera. Recorrí nervioso un pasillo y llegué hasta donde descansaba el servicio. La puerta de Andrea estaba entreabierta. La empujé con cuidado, y no había nadie en su habitación. Su cama estaba vacía. ¿Dónde se había metido? ¿Se había recuperado de su indisposición? ¿O se encontraba junto con Carol? Fui a la puerta de al lado y toqué.

    - ¿Señora Carol? ¿Está ahí? ¿Señora Carol?

    No recibía respuesta. Estaba asustándome. Empujé la puerta y esta se abrió. También estaba vacía su habitación. ¿Dónde estaban las dos mujeres? ¿Eran ellas las que estaban rondando por la mansión? ¿Y porqué entonces se escondieron de mí? Escuché algo. El sonido provenía de una puerta cercana, de un lavabo. Me acerqué con cuidado, sin hacer ruido. Mi corazón se estaba acelerando. Sentía algo extraño. Empujé con cuidado la puerta: estaba cerrada por dentro. Había alguien. Tal vez las dos mujeres juntas. Esa sería la explicación a todo. Levanté los nudillos para tocar la puerta. Pero algo detuvo mi mano. Sentía que no debía de hacer eso. Tenía miedo. Me acerqué a la puerta y pegué la cabeza a ella, de lado, escuchando. Un horrible gorgojeo se escuchaba dentro. Era algo constante y enfermizo.

    - Oooorgap.. Tula ei nimi oka… Guruwi aka neme ot…

    No se trataban de ruidos. ¡Estaban hablando en un idioma tan incomprensible, como escalofriante! No se parecía en nada al ruso o al alemán, idiomas fonéticamente enrevesados. Aquello se trataba de algo más oscuro y deforme. Algo que parecía imposible de pronunciar para una garganta humana.

    - Unia… Tula ei karazta aka nama… Uni jeigg kowada…

    El horror invadía mi cuerpo. ¿Quién estaba hablando así? ¿Qué clase de lenguaje obsceno y abominable era ese que imitaba a los gorgojeos de los sapos? Una mano se posó sobre mi espalda. Di un salto, blanco del susto y rígido como una tabla. Era Harold, con otra lámpara y vestido con un pijama. Parecía preocupado.

    - ¿Qué le pasa, señor?
    - Nada… Me ha dado un susto de muerte. – Dije con la carne aún de gallina.
    - Le escuché dar voces arriba. Le he estado buscando por toda la mansión. ¿Sucedía algo?
    - Había alguien arriba. Vi a alguien merodear por los pasillos. No respondía a mis llamadas.
    - Igual creyó ver algo. Ya se lo he dicho. Las sombras juegan muchas malas pasadas, señor. Este lugar es muy grande.
    - ¿Dónde están Carol y Andrea?
    - Están con Mobutu. Andrea se ha recuperado muy rápidamente con sus consejos. Es una chica muy fuerte. Estaba tan animada, que las dos están con Mobutu, charlando mientras toman unas tazas de caldo caliente que ha preparado Carol. Mañana lo probarán ustedes. Está muy bueno.
    - Esta puerta está cerrada, señor Harold.
    - ¿Cerrada? Déjeme ver, señor.

    Harold se acercó y la empujó. La puerta se abrió con suavidad y dentro del lavabo no había nadie. No había ninguna luz encendida dentro. La ventana estaba abierta y un aire frío entraba en el interior.

    - Escuché algo. Estaban hablando dentro.
    - No creo, señor. Como ve, la ventana está abierta. El viento a veces suena de formas muy extrañas. Hay viejos que dicen que a veces hasta el viento habla, si se le presta atención. – Dijo sonriendo Harold.

    Me asomé a la ventana. No había ningún balcón, repisa o tubería en donde asirse. Había varios metros de altura hasta el suelo nevado. No se veía a nadie merodear por abajo. El frío me hizo retroceder. Harold cerró la ventana.

    - Se olvidarían de cerrar la ventana, señor. Yo por eso no me preocuparía.
    - Gracias, Harold. Entonces me retiraré a descansar.
    - ¿Le acompaño, señor?
    - No se preocupe. Conozco ya el camino de vuelta. Que descanse.
    - Lo mismo le digo, señor. Buenas noches.

    Harold me estaba mintiendo. Lo notaba en su tono de voz. En esa maldita mansión pasaba algo, pero no sabía bien el que. Estaba ocurriendo cosas, pero no era capaz de comprenderlas. Tenía que estar más al acecho, alerta. Volví a mi habitación y me acosté.

    Margaret estaba soñando. Caminaba por los jardines de la mansión, en una mañana soleada. No era un mes de invierno, sino de pleno verano. Caminaba con un bonito y elegante vestido, cubriéndose la cabeza con un parasol de motivos floreados. Rodeó la mansión y vio a un caballo negro, grande y hermoso, un pura sangre, con su miembro erecto. La mujer se quedó absorta: nunca había visto nada igual. Nunca había visto un animal en ese estado. El caballo relinchaba con un vergajo negro, de un metro, colgando de manera poderosa. Era algo impresionante. El caballo caminó, y delante había otro caballo negro, una yegua. El animal estaba quieto, y el otro caballo se puso encima, metiéndole todo su miembro. Los dos caballos relinchaban nerviosos, bufando. La mujer estaba anonadada viendo aquella montada. Entonces reparó en algo. Al lado de los caballos, algo más allá, estaba Mobutu orinando.

    Estaba de pié, agarrándose su miembro con una mano. Se veía perfectamente, como una versión reducida, pero no menos impactante, del miembro del caballo. La orina salía describiendo una curva. El líquido dorado y caliente empapaba la hierba mientras los dos caballos seguían copulando. Mobutu dejó de orinar, y miró a la mujer. Está se quedó sorprendida, tanto como un ladrón al que acaban de coger con las manos en la masa. Mobutu no sonreía. La miró fijamente y se sacudió el vergajo con descaro. Saltaron las últimas gotas de orina. Margaret estaba desconcertada: no sabía si salir corriendo, darse la vuelta o ponerse a gritarle por su descaro. Mobutu se guardó su pene, y cerró la bragueta de su pantalón. Margaret se quedó unos segundos paralizada y reaccionó.

    - ¿Qué estaba haciendo?
    - Orinando, señora. – Dijo el negro acercándose.
    - ¡Delante mío, sinvergüenza!
    - Yo ya estaba orinando cuando usted llegó, señora. Era usted la que me miraba.
    - ¡¿Cómo se atreve a hablarme así, con esa falta de respeto, bárbaro?!
    - No se dio la vuelta señora. Usted miraba esto. – Dijo Mobutu agarrándose el paquete delante de ella, sonriendo.
    - ¡Es usted un animal! – Gritó escandalizada Margaret. - ¡Voy a denunciarlo! ¡Haré que lo despidan de aquí! ¡Nunca más encontrará trabajo mientras yo…!
    Mobutu la abrazó con sus poderosos brazos y la besó. La mujer intentó separarse de él, con todas sus fuerzas. Mobutu no se separó de ella, y le agarró sus nalgas con fuerzas con una mano, estrujándolas con deleite.

    - ¡Suélteme animal! ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Suélteme!

    Mobutu le mordió el cuello. Le lamió la piel de su garganta con lascividad, lentamente.

    - Ahhhhhooouuuuu... Aaaaaiiii…

    Margaret estaba mojándose, incapaz de reprimir sus gemidos. Sentía un placer desconocido para ella. Era tan fuerte y mórbido que solo podía abrazarse a él, entregándose en cuerpo y alma. Ella besó con fuerza a Mobutu, metiéndole la lengua en su boca, y se apretó contra él.

    Margaret se revolvía en su cama. Parecía que tenía una pesadilla, un mal sueño. Elizabeth la miraba asustada. No le gustaba nada lo que estaba pasando. Nunca había visto a su madre así, tras muchos años de compartir juntas la habitación. Helena estaba dándole la espalda a Elizabeth, de lado. Tenía los ojos abiertos, y miraba a tutora. Ella sabía que estaba muy caliente, que estaba sintiendo orgasmos y que la lujuria recorría como aceite ardiente sus venas. Helena apretó los dientes y sus piernas. Estaba sudando. Las gotas resbalaban de su frente, sobre su nariz. Quería tocarse. Lo necesitaba, pero no podía hacerlo. Sabía que Elizabeth estaba despierta, esa entrometida. Helena explotaba por dentro. Su sangre también hervía y le resultaba casi imposible controlarse. No podía permitir que Elizabeth la viera, o podrían castigarla muy severamente. Veía el miembro de Mobutu. Veía vividamente como Andrea lo devoraba con deleite, con pasión. La fruta prohibida, el manjar divino. Cuanto deseaba Helena probar aquello, sentirlo dentro de su cuerpo, y que la hiciera gozar hasta la locura.

    Yo estaba durmiendo, pero tuve otra pesadilla. Vi una camilla de operaciones cubierta con una gran manta de tela brillante roja. La habitación era muy oscura, y no se veía donde se estaba. Una potente luz alumbraba la camilla, como sí fuera el centro del universo. Sobre la camilla había un gran gusano blanco, de dos metros de largo, hinchado y de aspecto viscoso. Era un monstruo inclasificable, de aspecto vomitivo. Unos pequeños ojos negros, muertos y sin párpados, brillaban malignamente en un extremo de su cuerpo. Por el otro lado se abrió la cloaca, oscura e inmunda. Del agujero salieron líquidos amarillentos de olor nauseabundo. Estaba rompiendo aguas, pariendo. Unas manos enguantadas se acercaron al agujero del gran gusano. Las piernas de un bebé aparecieron bañadas de esa sustancia inmunda. Las manos las agarraron, y tiraron con cuidado. Sin dificultad salió de dentro del monstruo un precioso bebé, cubierto de esa porquería apestosa y repugnante. El niño no lloraba, pero movía su cabecita nervioso, a los lados, intentando moverse. Otras manos lo secaron y lo limpiaron con una toalla verde de hospital. Entonces las manos giraron con el niño entre ellas, y lo mostraron. Mi abuelo Oliver estaba sonriente y vestido con un buen traje. Las manos le dieron al bebé, que recogió entre sus brazos. Una voz profunda, pero llena de satisfacción, le hablo.

    - Aquí tiene a su hijo, señor Berkoff: el pequeño John Thomas Berkoff.
    - Gracias.

    Respondió mi abuelo besándolo en la frente con una plácida sonrisa llena de felicidad. Aquel bebé se trataba de mi padre. Me desperté de un salto, sudando, asustado. ¿Qué demonios me estaba pasando? ¿Porqué me estaban asaltando cada noche pesadillas tan horrendas?


    CAPÍTULO 7: LA ENTRADA

    Tras el desayuno me disculpé, y me retiré a leer a mi particular refugio. La noche anterior no había tenido oportunidad de leer nada de las anotaciones del libro de mi abuelo y de mi tío. Esa mañana había encontrado raras a las tres. Mi suegra Margaret estaba silenciosa, callada y con la cabeza gacha. Debía de pasarle algo raro, tal vez cosas de mujeres, pero en los años que la conocía nunca la había visto tan meditativa. Parecía que no le molestaba mi presencia, y no hizo ninguna clase de comentario tanto despectivo, como de otra clase hacia mi persona, algo sorprendente, pues siempre tenía algo que decir, aunque fuera la última palabra. Mi hermana me miraba nerviosa, preocupada. Miraba a los lados con la mirada gacha, como si buscara algo o a alguien. Y mi Elizabeth estaba preocupada: me miraba con miedo. Le pasaba algo, o había visto algo, pero no se atrevía a hablar conmigo, por culpa de su madre. Sabía que Margaret no le dejaría hacer eso. Estaba pasando algo, lo notaba en el ambiente. Era como lo de mis pesadillas. Esta maldita mansión nos estaba influenciando diabólicamente. Era verdad que estaba maldita. Había algo oculto en ella, algo perverso y terrible. Tal vez podía encontrar la explicación de todo en aquel libro. Debía de seguirlo leyendo. Tal vez dentro estaba la clave a todo este enigma. Maldita sea. No deja de nevar. Esto es algo increíble. Debe de haber un metro y medio de nieve ahí afuera. Sí sucede algo no sé como podríamos escapar de aquí. Eso parece algo imposible.

    Entré en mi refugio y me senté cómodamente en el mullido sillón. La estancia estaba iluminada de manera difusa. La luz blanquecina entraba por la ventana. Me sentía más cómodo que cuando leía por la noche, como una especie de noctámbulo. Tal vez por la confianza que me brindaba la luz. Abrí el libro con la llave pequeña y empecé a ojearlo.

    Margaret se levantó del sofá en donde se encontraba, en un salón. Parecía tensa. Se volvió hacia su hija.

    - Voy a hacer una cosa. Vigila a Helena.
    - ¿Qué vas a hacer, madre?
    - Eso no es de tu incumbencia, niña preguntona. Limítate a obedecer. – Sentenció Margaret con la voz disgustada.
    - Perdona, madre. – Dijo Elizabeth agachando la cabeza.

    La mujer se fue y cerró la puerta tras de si. Helena y Elizabeth se miraron.

    - ¿Dónde ir? – Preguntó Helena.
    - No lo sé. ¿Dónde estará ahora Oliver? – Se preguntó a si misma, en voz alta, Elizabeth.
    - ¿Otro lugar?
    - Si, ya sé que está en otro lugar, pero dónde.
    - No sé.

    Elizabeth estaba allí sola, y en cierta manera desvalida. Por una vez no estaba bajo la protección de su madre, agobiada con su férrea vigilancia. Helena por su parte sabía a dónde se había ido la mala mujer, que siempre le estaba dando reprimendas. Sus ojos estaban llenos de pasión. Buscaba algo, saciar de alguna manera su hambre, y por eso se había marchado: estaba desesperada, corroyéndose por dentro como sí se hubiera bebido una taza de ácido.

    - Voy a lavabo.
    - Te acompaño. – Dijo Elizabeth.
    - No. Sola. Sé donde etá.
    - Como prefieras.

    Y Helena se marchó al lavabo, con paso apresurado. Elizabeth se quedó sola por primera vez desde que había llegado a la mansión, y tal vez desde hacía muchos años, y eso le producía una gran inquietud. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Porqué todo el mundo se comportaba de una manera tan extraña?

    Me dispuse a leer el libro por donde lo había dejado, con mi abuelo, tras construir la mansión, internándose dentro de las ruinas que habían bajo ella, sepultadas por las obras.

    “ …sigo caminando en la oscuridad. No veo nada más allá de donde llega a iluminar mi lámpara de aceite. Tengo miedo de caerme por un agujero o algo parecido. No veo las paredes pues deben estar muy lejos. Este sitio es inmenso, interminable. Entonces veo algo: ropas y algunos utensilios. Me agacho a examinarlos. Se trata de ropa bastante deteriorada y de mala calidad: ropa de obrero. Puede que de los obreros turcos desaparecidos. Pero al examinar la ropa me doy cuenta de lo más obvio: está rota, llena de grandes desgarros, y cubierta de sangre seca de color ya muy oscuro. Maldita sea. Parece que le atacó un tigre, o algo parecido. Alguna bestia salvaje dotada de grandes garras. Debo de retroceder. No tengo ninguna clase de arma, ni siquiera un miserable cuchillo. Veo más ropa allí y allá. Dios mío. Por lo menos de un docena de personas o tal vez muchas más. Mi lámpara no me deja ver mucho más lejos, gracias a Dios. Debo de volver. No puedo controlar los temblores que sacuden mi cuerpo: estoy aterrorizado hasta la médula. Doy la vuelta y comienzo a caminar profundamente angustiado.

    - ¿Ahora te vas? – Dijo una voz al fondo de la oscuridad tenebrosa.
    - ¿Qué? ¿Quién me está hablando?
    - ¿Ya no te acuerdas de mi voz?
    - ¿Vandala? ¿Vandala? ¿Eres tú?
    - Soy yo. No tengas miedo. Sigue caminando. Ven hasta mí, pues nuestro destino era reencontrarnos. Así está marcado en las estrellas.
    - Te… Tengo miedo.
    - No temas a la oscuridad, a lo desconocido. – Dijo Vandala con su voz seductora. - Es tu ignorancia la que te hace dudar. Continúa caminando hasta mí y lo comprenderás todo, el porqué de todas las cosas. “
    Margaret rondaba la mansión con cuidado. No quería que nadie del servicio le viera, y le pidiera alguna clase de explicación. Miraba de reojo por los pasillos y continuaba caminando con cierta incertidumbre. Se preguntaba a si mismo porqué estaba haciendo eso, porqué estaba contraviniendo sus propios e intachables principios. El calor consumía su entrepierna. Se sentía como una buscona barata, buscando a cualquier macho para que le aplacara su deseo.

    Helena fue al lavabo, y se encerró dentro. Deslizó el pestillo de la puerta.

    - OOOoooohh… Ahhhh…

    Estaba cachondísima. Su entrepierna estaba empapada. Se sentó en la taza del lavabo, arremangándose el vestido y se metió la mano dentro de su braga, mientras con la otra agarraba los faldones del vestido. No cerró esa otra puerta, y la dejó abierta de par en par. Empezó a masturbarse con fuerza, agitando los dedos a mucha velocidad, con más experiencia. El gusto era indescriptible, tan bueno y placentero.

    - Ooooohh... Oooooohh… Ufffff… Aaiiiii…

    Así estuvo durante unos minutos, corriéndose de gusto. Abría la boca y sacaba la lengua como había visto hacer a Andrea. Se relamía de manera viciosa, cuando con cuidado se descorrió el pestillo solo. Alguna clase de fuerza lo estaba desplazando. Entonces giró el pomo de la puerta y apareció la señora Carol, vestida con su uniforme de doncella, cargando con un cubo, fregona y una cajita de madera con un asa de cuero, llena de útiles de limpieza: paños, trapos, detergentes, etc… Helena dio un salto, pálida, dejando caer los faldones. La mujer del servicio la había descubierto.

    - ¿Qué estabas haciendo, Helena?
    - Yo… Nada. – Dijo la mujer temblando, estaba a punto de ponerse a llorar.
    - ¿Estabas tocándote?
    - No… Yo no.
    - No te preocupes. – Dijo la madura mujer de casi sesenta años. – Eso es algo normal, muy natural. Yo lo hago mucho. Andrea lo hace mucho. Todas las mujeres lo hacemos mucho. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
    - No. Yo irme.
    - ¿Irte a dónde? – Dijo Carol, tras dejar todas las cosas que llevaba en el suelo. Se dio la vuelta y corrió el pestillo. - ¿No te gusta tocarte? ¿No te lo pasas bien?
    - No… - Dijo Helena asustada moviendo negativamente la cabeza a los lados, muy nerviosa.
    - ¿Quieres que le diga a la señora Margaret lo que estabas haciendo? – Dijo Carol acercándose. – Se enfadará mucho. ¿Quieres que se enfade?
    - No… Por favor. No decir.
    - Entonces haz lo que yo te diga. Haz lo que estabas haciendo. Quiero verte.
    - No. No querer. Irme.

    Carol, de pie, se levantó su falda negra, y no llevaba bragas. Su sexo estaba afeitado y su clítoris anillado, como el de Andrea. Con la otra mano empezó a masturbarse con frenesí, y sacó su lengua bífida, enseñándola a Helena.

    - Venga, vamos… Hazlo. Quiere ver como… Ohhhh…. Como lo haces, venga, muéstramelo.

    Helena estaba alucinando. La vieja se estaba masturbando como una loca y entonces la visión le puso terriblemente cachonda. Se subió de nuevo la falda de su vestido y empezó a masturbarse de nuevo, igual que antes. Las dos mujeres se miraban, sacando la lengua lascivamente.

    - oooohhh… Uuhhhhh… Ahhhh…
    - Iiiiiii… Iiiiiiiiaaa… ¿Te gusta? – Preguntó Carol.
    - Siiiii… Mucho. Oooooohhh…

    Sin decir nada la vieja se adelantó, agarrando los pechos de Helena. Los apretó y después le quitó las bragas. Helena no dijo nada. Levantó las piernas, y la prenda olorosa y mojada cayó al suelo. Carol agarró con fuerza sus muslos, clavando sus uñas en ellos, y los separó. Todo el sexo de Helena estaba a la vista, y la mujer lo sorbió con deleite. Su lengua lamía sus labios y su clítoris, y entonces el placer fue aún mayor. Helena se agarraba los pechos mientras se relamía.

    - Ooouuu… ¡Ahhhh! ¡Ahhhh…!
    - ¿Te gusta, perra? – Preguntó la cocinera.
    - Ahhhh… Siiii… Ahhhh…

    La vieja metió dos dedos juntos dentro de la vagina, penetrándola, luego tres. Las dos mujeres se miraban. Carol apretaba los dientes desafiante, moviendo los dedos profundamente.

    - ¿Te gusta? ¿Te gusta, jodida perra?
    - Si…. Ahhhh… Siii…
    - ¿Quieres que pare?
    - No… Sigue… - Dijo Helena extasiada.
    - Eres una furcia, como todas.

    Carol echó mano del cajón de cosas de limpieza y sacó una escobilla para limpiar la taza de retrete. Le dio la vuelta, y acarició con la punta del mango el ano de la mujer.
    - ¿Qué hacer? – Dijo Helena con los ojos entreabiertos, sudando, como si estuviera drogada.
    - Esto te va a gustar mucho, puta.

    Carol se metió la escobilla en la boca, ensalivando el mango, y lo apretó contra el ano de la mujer. El mango se hundió dentro, hasta el fondo. Carol seguía lamiendo su sexo, que abría con una mano, mientras con la otra movía el mango de la escobilla, adelante y atrás, sodomizando el culo de la mujer.

    - Ahhh… Ahhh… Uffff…
    - ¿Ves como te gusta puta? ¿Lo ves? Ahhhh… Así… Así…

    Carol estaba entusiasmada, disfrutando viendo a la mujer volviéndose loca de esa manera tan perversa y obscena. Helena se relamía los labios fuera de si, de forma incontrolable y explosiva.

    Margaret continuaba rondando la interminable mansión como si fuera un alma en pena. Sin saber que estaba haciendo, porqué, o qué estaba buscando. Una gran angustia la atenazaba.

    Mientras yo continuaba con la lectura del grueso volumen. Se trataba de una vieja leyenda. No sabía sí la había escrito mi abuelo, o mi tío, o de dónde la había sacado, o que tenía que ver con todo el conjunto de aquellas intrigantes memorias.

    “ R´llyhn, la ciudad de los hombres pez, los Chak´has. Está sumergida bajo las aguas verdosas del mar de Kaz´Ahan. Es una ciudad construida con coral, mármol extraído del fondo del océano, y granito rojo de las montañas submarinas de Tolomund. Sus delgados y estilizados edificios se alzan sobre el fondo marino, sobrepasando en belleza y majestuosidad, a la más rica ciudad de la superficie. R´llyhn es el centro de culto del Dios Yagoth. Este hizo salir la ciudad de las profundidades marinas, con sus poderes divinos. De igual forma modeló a los dos primeros habitantes de R´llyhn, la primera pareja de habitantes, una hembra y un macho Chak´ha. Ese Adán y Eva marino nadaron solos, haciendo gráciles piruetas bajo las corrientes de agua caliente que venía de un cercano volcán dormido. De ellos nació la descendencia de la ciudad, que tras ocho mil años, se convirtió en el lugar más poderoso del mundo, bajo las aguas. Vivían en paz, pues los habitantes y pueblos de la superficie eran incapaces de invadirlos. No estaban preparados para respirar bajo el agua, ni para moverse con agilidad en ella. Como tampoco los Chak´has eran capaces de asaltar las ciudades terrestres. Eso supondría una derrota segura. Y así fue durante esos miles de años: las aguas de los mares y océanos sirvieron de límite natural entre la tierra y los oscuros fondos oceánicos. El Dios Yagoth no creó los Chak´has por mero capricho, o porque no tuviera nada mejor que hacer. Todo en el universo tenía una causa, y su consecuente acción, y reacción. El pueblo submarino de los Chak´has tenía una sagrada misión que cumplir. Tan importante como…”

    La cocinera estaba subida a cuatro patas, sobre la taza del retrete, dando el trasero desnudo a Helena. Las faldas de su vestido estaban arremangadas. Helena le lamía el ano con fruición, extasiada, intentando penetrarlo con la punta de la lengua. Mientras introducía tres dedos en la vagina de la anciana, moviéndolos con fuerza. La vieja sacaba la lengua extasiada, babeando, lamiendo las baldosas de la pared, y entonces comenzó a hablar en una lengua tan incomprensible, como escalofriante, al ser escuchada.

    - Uuuuu… Katchamana oide umi naigkahera… Utumi hada imi noa egiderrr… Uuuuaaaa…

    Levanté la vista. Sentía algo extraño: tenía como una especie de presentimiento muy fuerte. Algo me decía que debía de salir de ahí. Afuera estaba sucediendo algo. Cerré el libro, y salí precipitadamente de la pequeña biblioteca. Fui corriendo por los pasillos hasta el salón. Entré y me quedé perplejo: estaba vacío. Ninguna de las tres estaba allí. ¡Dios! Salí corriendo por un pasillo lleno de cabezas de animales disecadas, trofeos de caza: ciervos, jabalís, lobos, etc… Miré a los lados y vi a lo lejos a Elizabeth caminando de espaldas.

    - ¡ Elizabeth! ¡Soy yo! ¡Espera!
    - ¿Oliver? ¿Eres tú?

    Ella se volvió llorando: estaba asustada. Corrí hasta ella, la abracé con fuerza. Era la primera vez que lo hacía desde que nos conocíamos. Su madre no le permitía bailar con ningún hombre bajo ningún concepto. Fue una sensación maravillosa y especial. Nos miramos y sin decir nada nos dimos un tierno y espontáneo beso, que nos salió del corazón. Fue un instante mágico e inigualable. Mi corazón estallaba de alegría. Entonces me di cuenta de cuanto amaba en verdad a esa mujer. Pero la felicidad se truncó repentinamente. Se derrumbó como un castillo de naipes.

    - La estaba buscando. – Dijo ella.
    - ¿A quién?
    - A Helena. Fue al lavabo hace un rato y todavía no ha vuelto.
    - ¿Y tu madre?
    - Se marchó. Estaba nerviosa, y se fue. Todavía no ha vuelto. No se que estará haciendo o en donde está.
    - ¡¡¡HAROLD!!! – Grité con todas mis fuerzas. - ¿Dónde se habrá metido?
    - No lo he visto. No he visto a nadie. Tengo tanto miedo. Por favor, Oliver, vayámonos de este horrible lugar. Tengo mucho miedo, por favor.

    Elizabeth me abrazó temblando, y yo la correspondí con fuerza, preocupado. En este lugar estaba pasando algo diabólico.

    Margaret continuaba rondando por la mansión, y no encontró a nadie del servicio por ninguna parte. Ni a las doncellas, ni al omnipresente Harold, ni a Mobutu, el hombre que había turbado sus sueños. Olía a comida, y Margaret entró en la cocina. Hacía calor, y sobre las cocinas de carbón habían varios pucheros humeando. No había nadie. La mujer se acercó mirando con cuidado las bandejas de comida ya preparadas para la comida, cubiertas con telas blancas, para que no les cayera polvo encima, o alguna mosca. Entonces algo revolvió su estómago. En una mesa aparte había una bandeja de metal honda, llena de pollos Estaban de color blanquecino, reblandecidos. Conservaban sus cabezas, con sus crestas, y las patas. No tenían plumas, y flotaban en un agua de color marrón, muy espesa y grasienta. Los pollos estaban siendo devorados por miles de gusanos blancos, que a simple vista parecían granitos de arroz. Pero aquellos granos se movían de manera voraz, dándose un festín con los cuerpos muertos de aquellos animales. Aquellos diminutos insectos creaban un atroz zumbido: el ruido de la muerte y de la descomposición. El tributo final a la madre tierra. Margaret se tapó la boca, y sintió ganas de vomitar.

    Helena estaba tirada sobre el suelo del lavabo, abierta de piernas. Ya no sacaba la lengua como una posesa víctima de un incontrolable ataque de lujuria. Estaba babeando espuma blanca, que salía lentamente por las comisuras de su boca, mientras tenía los ojos en blanco, muy abiertos. Carol, la vieja doncella, le seguía lamiendo el sexo con fuerza, sin descanso, a cuatro patas, como sí fuera una perra bebiendo agua de un cuenco. Entonces su lengua se estiró tanto, que comenzó a hincharse, y a sangrar. La lengua empezó a rajarse, y reventó, con un crujido asqueroso, quedándose hecha un amasijo de carne destrozada y sangrante. Del interior de aquella carnicería salió un tentáculo verdoso, lleno de bultos y ventosas. El tentáculo acababa en dos puntas serpenteantes. Todo aquello se metió dentro de la vagina de Helena, buscando el interior de sus entrañas. Y entonces la mujer gritó.

    - ¡AHHHHHHHHHHHH…!

    Yo me giré: era Mi hermana. ¡Estaba gritando! ¡Le estaba pasando algo!

    - ¡Corre, Elizabeth! ¡Corre!

    Fuimos corriendo por un pasillo hasta el lavabo en donde estaba Helena. Habíamos pasado antes, por delante de él, y nos habíamos percatado de que ella podría estar en su interior. Empujé la puerta: estaba cerrada.

    - ¡Abre, Helena! ¡Abre la puerta! – Grité aporreándola.

    Entonces la puerta se abrió, pocos segundos después. Era ella, en perfecto estado: parecía muy tranquila.

    - ¿Porqué gritabas? – Exclamé agarrándola por los brazos.
    - Vi ua cucarracha. Cucarracha.
    - Dios bendito. Menudo susto nos has dado. – Dije. - ¿Qué hacías tanto tiempo metida ahí dentro? ¿Porqué no volvías con Elizabeth?
    - Pipi. No pipi. Si pipi. – Dijo con cara de ingenuidad.
    - No te preocupes. – Dijo Elizabeth abrazándola. – Ya estás con nosotros. No debes de estar tiempo por ahí sin decirnos nada. Nos preocupamos. Pensamos de que te había podido pasar algo.
    - Lo siento. – Dijo mi hermana.

    La puerta del retrete estaba cerrada. Desde la puerta la miré. Había alguien dentro. Lo sentía. Alguien había estado en el lavabo junto a mi hermana. Iba a descubrir de quien se trataba, cuando de repente apareció Margaret pegando gritos por el fondo del pasillo.

    - ¿Qué hacéis fuera del salón? ¡Tú que haces al lado de mi hija! ¿Quién te ha dado permiso para acercarse a ella, insolente?
    - Señora, yo…
    - Ni yo ni nada. ¡No tienes nada de caballero! ¡Nada! Aprovechas que me he ausentado un momento, para intentar cosas deshonestas con mi hija. ¡Con ella! ¡Como la hayas tocado un solo pelo te arrepentirás de haberlo hecho!
    - ¡Un momento, señora! Yo solo… - Respondí intentando defenderme.

    Harold apareció corriendo por el fondo de un pasillo. Estaba sudando, muy asustado. Llegó hasta nosotros resoplando, agotado.

    - ¡Por fin le he encontrado, señor Oliver! ¡Por fin! ¡Corra, venga: Andrea se ha suicidado!
    - ¿Cómo? – Dije alucinado.
    - ¡Dios bendito! – Dijo Margaret escandalizada, abrazando protectoramente a su hija.
    - ¡Se ha ahorcado! – Dijo Harold a punto de llorar. - ¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer?


    CAPÍTULO 8: VANDALA

    Andrea estaba colgando de una cuerda. La doncella estaba vestida con su vestido de trabajo, en una despensa llena de cajas, sacos y grandes tarros. Su cara estaba tensa, y su lengua fuera, hinchada, y de un color oscuro. Mobutu y Harold la descolgaron. Acto seguido le tomé el pulso y confirmé su defunción. La mujer se había suicidado, pero… ¿Porqué?

    - Ella tenía un novio en Grecia, con el que estaba prometida. – Explicaba después Carol llorando. - Dentro de poco tiempo se iba a marchar allí, de vuelta a su país, para casarse con él. Pero hace pocos días recibió una carta de su novio, diciéndole que se había relacionado con otra mujer. Eso la hundió. Estaba muy mal, todo el día llorando, y por eso se puso mala. Nunca pensé que pudiera hacer algo así.
    - Enterraremos a Andrea aquí. – Dijo Harold. – Con su permiso, señor Oliver. Después habrá que escribir una carta a su familia explicándoles esta desgracia.
    - Me parece bien. – Respondí meditabundo. – Creo que habría que avisar a la policía, en Ipness, e informar de esto.
    - Está muy mal la carretera, señor. – Dijo Harold. – Es imposible ir a caballo con esa cantidad de nieve que hay acumulada ahí afuera.
    - Yo puedo intentarlo. – Dijo Mobutu.
    - No. – Dije. – El señor Harold tiene razón. Es peligroso aventurarse ahí afuera con ese tiempo. No debemos arriesgarnos. Ya ha habido una desgracia, y no quiero que haya otra más. Esperaremos a que el tiempo mejore, entonces daremos cuenta de lo sucedido a las autoridades competentes.

    Más tarde, durante la comida, Margaret se puso muy violenta y agresiva con Carol, la cocinera. Al parecer por algo que había visto.

    - ¿Qué hacían esas gallinas pudriéndose allí abajo, en la cocina, pasto de los gusanos? ¿Cree que eso es algo normal o higiénico, cerca de la comida que nosotros estamos comiendo ahora?
    - Señora. Lo siento mucho. Esos pollos eran para tirar a la basura. Llevaban tres días dentro de un horno, y se me habían olvidado. Lo siento mucho. Andrea tenía la tarea de tirar todo eso a la basura, y de limpiar la bandeja, pero…
    - ¡Eso no es excusa! Eso es algo asqueroso. ¡Sí usted no es capaz de hacer las cosas bien, de atender como debe a sus tareas, me encargaré personalmente de contratar a otra cocinera! ¡A cinco cocineras, sí hace falta!
    - ¡Margaret, por favor! – Exclamé deteniendo sus palabras llenas de desconsideración. – Aquí no se va a echar a nadie. Carol es de la casa, y lleva muchos años trabajando aquí, por lo que no veo que haya que despedirla, porque tú estabas donde no debías.
    - ¡Me estás poniendo en evidencia delante del servicio!
    - ¡No te pongo en evidencia, estimada suegra! Solo digo que ha muerto hoy una persona y que todos estamos muy mal, en especial la señora Carol, pues esa chica además de su compañera, era su amiga. Así que debemos respetar su dolor y no atormentarla, avivar todavía más el fuego.
    - No me gusta como me hablas. No me gusta nada. – Dijo Margaret mirando como un odio inconmensurable. – No te atrevas a desafiarme o lo lamentarás.

    La comida acabó así, tras nuestro duro enfrentamiento. Elizabeth estaba muy nerviosa, casi desesperada. Se sentía como una presa, bajo la constante vigilancia de su implacable guardián. Antes de dirigirme a leer de nuevo el inquietante libro de mis antepasados, cogí a mi hermana en un rincón. Margaret me miraba pero no se interponía. A ella no le importaba que hablara con mi hermana. Ya solo faltaba eso, y además sabía, que sí se metía por en medio, iba a salir muy mal parada.

    - Helena. ¿Está bien? – Le pregunté.
    - Bien. – Dijo ella con la mirada baja.
    - ¿Qué hacías en el lavabo?
    - Nada. Pipi.
    - Había alguien más contigo. Dime la verdad. ¿Quién había contigo, ahí dentro?
    - Nadiee…
    - Por favor, Helena. Dímelo. ¿Quién estaba contigo? Dímelo. Te prometo que no te haré nada, no me enfadaré contigo, de verdad.
    - No. Nadie.

    Mi hermana se había cerrado en banda. Algo la preocupaba por dentro. Me marché sin sonsacarle nada y me metí en mi particular rincón de lectura, a la hora de dormir. Esa mansión ocultaba algo siniestro, algo oscuro. Una presencia maligna se encerraba en su interior, corrompiendo todo lo que había a su alrededor. Mobutu era extraño. Su mecánico silencio me inquietaba. Harold ocultaba algo. Helena me estaba engañando. Margaret se estaba volviendo cada vez más violenta, y Andrea se había suicidado. Este lugar es nefasto y en cuanto el camino a Ipness se abra un poco, me marcharé con mi familia. Debemos de salir de aquí, o nos volveremos locos todos. Abrí el libro y volví a leerlo. Se trataba de un pasaje escrito por mi abuelo.

    “ Vandala me llamaba. Me decía que no tuviera miedo. Continué caminando en aquella ancestral oscuridad, que no había atravesado ser humano alguno en milenios. Y allí la vi a ella, tan hermosa y radiante como siempre, desnuda y encima de una roca, tumbada y abierta de piernas, ofreciéndome su virginidad. Ella me sonreía llena de dicha por el reencuentro tras tantos años. Los años en que se tardó en edificar la mansión que había encima de nosotros. ¿Cómo había sobrevivido? ¿Qué había comido o bebido?

    - Ven, amor mío. Tómame y hazme tuya. Eso es lo que hay escrito en las estrellas.

    Me desnudé. Mi pene estaba tieso y duro como un bastón de castigo. La sola presencia de ver a esa turbadora criatura me había excitado de una manera casi bestial. Mi excitación me hacía temblar. Vandala me mostraba su lengua llena de lujuria y su sexo estaba chorreando. Ansiaba que lo penetraran, que ahondaran en sus secretos prohibidos. La sacerdotisa me llamaba para unirnos.

    Me coloqué sobre ella, y me agarré el miembro. Lo dirigí, frotándolo contra sus labios mayores, y lo hundí. Vandala dio un placentero gemido de excitación, y me abrazó con fuerza, clavándome las uñas en la espalda. Hice fuerza y mi pene se abrió camino hasta el fondo de la estrecha vagina. La negra se estremeció. Sus pezones estaban duros como piedras. Entonces le estuve haciendo el amor, durante un tiempo largo e impreciso. Los dos flotábamos extasiados, hasta que el orgasmo común estalló. Nos quedamos unidos, abrazados con dulzura, besándonos tiernamente.

    - ¿Estás bien? – Me preguntó ella sonriendo, llena de felicidad.
    - Si. Muy bien. – Respondí besándola.
    - Yo he cumplido mi parte del trato. Ahora te toca a ti cumplir la tuya.
    - ¿A qué te refieres? – Pregunté preocupado. Algo no marchaba bien.
    - Debes de tomar mi collar.

    Me tendió un collar de finas cuencas de madera, que tenía como amuleto un trozo de cristal azulado. Lo admiré entre mis dedos. Aquel cristal era de color púrpura, y emitía un sutil destello metálico. Me lo acerqué a mis ojos y vi que en su interior brillaban miles de luces microscópicas. Tal vez se trataban de estrellas encerradas dentro de él, de un trozo del cosmo. Era algo de una visión inigualable, de una belleza estelar.
    - Agáchate. Debo de decirte algo que debes de escuchar con mucha atención.

    Vandala me estuvo hablando durante minutos, o tal vez horas, al oído, abrazado a ella. Me contó todo, toda la verdad, el porqué de todas las cosas. Y eso me horrorizó. Mi corazón se encogió de pavor, y un pánico indescriptible quería hacerme gritar como un poseso.

    - El círculo se ha cerrado. – Dijo Vandala.

    Me separé y la miré a los ojos. Estaba sobre el cadáver momificado, seco, y cubierto de polvo, de una mujer desnuda. Grité con toda mi alma, como sí quisiera partir mis cuerdas vocales con el espantoso grito que hizo retumbar todo aquel lugar. No se como pero después corría desesperado, llorando, con el olor de la muerte impregnado en mi piel. Un hedor putrefacto y corrupto. Creía que me iba a volver loco… “

    La perversa y demencial narración de mi tío me dejó confundido, a la vez que asqueado. Necesitaba recapitular, hacer un repaso de todo lo que había leído. ¿Qué debía de pensar de todo esto? Mi abuelo era un prospero empresario naval. Una mujer, Vandala, decide conocerle mediante una artimaña. Vive al otro lado del mundo, y cree que su destino está unido al de él. Esa mujer lo convence y la lleva hasta Escocia, al páramo de las urracas, en donde hay unas antiquísimas ruinas, sobre las cuales pesan oscuras leyendas. Ella le convence para construir encima una mansión, cubriéndolas. Tras los años de construcción Vandala había muerto dentro de ellas, y al finalizarse los trabajos, mi abuelo la encuentra muerta. ¿Debía de creerme todo esa historia? Era algo demasiado fantástico. Y por lógica, mi abuelo, tras esos acontecimientos se casó con mi abuela, Adajja, y tuvo a mi padre y a mi tío, antes de fallecer. Algo no encajaba. ¿Había algo de cierto en todas las palabras del libro que tenía entre mis manos, o todo eran cuentos, invenciones o desvaríos demenciales, de ancianos seniles? Pasé las páginas rápidamente y vi unas reflexiones de mi tío Henry.

    “ Pesa mucho. Esta carga pesa demasiado. Deseo a veces morir, y otras nacer. Los días pasan y cada vez pienso más en todo, hasta en las cosas más insignificantes. A veces lo comprendo todo, y otras me gustaría tener la misma conciencia que las más inerte de las amebas unicelulares. Señor, rezo con todas mis fuerzas. Escucha mis oraciones y ten piedad de mi alma. “

    ¿Qué le pesaba tanto? ¿Cuál es esa carga tan insoportable que le apesadumbraba? ¿Porqué a veces soñaba con no comprender nada? Regresé a la cena, que transcurrió con las habituales tensiones. Margaret me miraba de forma despectiva, y a veces asesina, como sí quisiera quitarme la vida con sus pérfidos ojos. Elizabeth estaba descompuesta, acorralada, y Helena no era la misma. Parecía ocultar algo. Parecía estar muy pensativa, cosa no muy habitual de ver en ella. Llegó la hora de acostarse, y todos nos marchamos a nuestros dormitorios. Me notaba agotado, y no me apetecía leer, y para ser más sincero, tenía miedo. Esas sombras huidizas que no se identificaban, y que recorrían los largos y oscuros pasillos de la mansión, me aterrorizaban. ¿De qué se trataban? ¿Quién podría ser? Preocupado y con desconfianza inspeccioné mi habitación, buscando a alguien oculto en su interior. No había nadie ni bajo la cama, ni en los armarios, ni detrás de las largas cortinas. Entonces me acosté algo más aliviado, tras haber cerrado con llave la puerta.

    Margaret se movió intranquila en la cama. Sacó la cabeza y vio que las otras dos mujeres dormían. Con cuidado salió de la cama. Se puso su bata, se calzó sus zapatillas y se marchó, cerrando la puerta con cuidado. Un momento después Elizabeth asomó su cabeza, preocupada. ¿A dónde se había marchado su madre, a esas altas horas de la noche?

    Margaret recorrió los pasillos tenebrosos de la mansión de los Berkoff. Algo hizo ruido al fondo. Una sombra se estremeció, retorciéndose. La mujer miró con temor.

    - ¿Quién es? ¿Quién anda ahí?
    - Soy yo, señora Margaret. – Dijo Harold asomándose, sonriente. – He escuchado ruidos y he venido hasta aquí. ¿Qué hace dando vueltas por aquí a estas horas? ¿No tiene sueño?
    - No, yo… - Dijo la mujer titubeando.
    - ¿Buscaba a alguien? – Dijo el viejo Harold acercándose.

    Tuve un sueño. Estaba allí mismo, durmiendo sobre mi cama, cuando la puerta que había cerrado se abrió. Una figura se acercó hasta mi cama, en absoluto silencio. Se trataba de Andrea, que vestía un camisón blanco transparente. Se trataba de una pieza de lencería muy erótica. Mostraba sus encantos y sus poderosas curvas de una manera morbosa y realzada. La mujer iba descalza y se inclinó sobre mí. Me dio un suave beso en la frente. Abrí los ojos y la vi más hermosa que nunca, pero a la vez más siniestra. Estaba muy pálida, mortalmente blanquecina. ¿Ese era el color de piel de los muertos, o de los resucitados? Y entonces vi que en su cuello se abrió una pequeña línea roja. Esa línea se ensanchó, abriéndose. Se trataba de un corte longitudinal que le llegaba casi de oreja a oreja: la habían degollado. La sangre salió a chorros de su cuello, mientras me seguía sonriendo con cierta complicidad, como sí no supiera que le estaba ocurriendo.

    Helena se levantó de su cama. Elizabeth la miraba oculta bajo las mantas y sábanas. Mi hermana miró en la cama de Margaret: no había nadie, y entonces volvió los ojos a la de mi prometida: estaban completamente blancos. No tenían pupilas, ni iris. Elizabeth la miró aterrorizada, entonces mi hermana mostró una horrenda sonrisa negra. Sus dientes estaban podridos y carcomidos por alguna brutal enfermedad bucal. Entonces Elizabeth gritó con todas sus fuerzas.

    El grito atroz de mi prometida me despertó. Andrea, la resucitada degollada, había desaparecido. Me puse en pie de un salto, y salí corriendo por la habitación. Iba a girar la llave dentro de la cerradura, cuando me di cuenta de que… ¡La puerta estaba abierta! Entonces di una rápida ojeada, y comprobé horrorizado de que el suelo estaba lleno de pisadas sangrientas de unos pies desnudos. Las pisadas de sangre llegaban hasta mi cama. No podía ser. Salí corriendo solo con mi pijama puesto, hasta la puerta de los aposentos de las tres mujeres. La empujé, y estaba abierta. ¿No la habían cerrado? Margaret no estaba, pero si Elizabeth gritando de pie, sobre su cama, apoyada contra una pared. Helena caminaba hasta ella, se volvió al escucharme entrar. Mi corazón se paralizó. Se había transformado en una especie de demonio. Sus ojos blancos y espantosos me miraban con una terrible curiosidad. Sus dientes negros se mostraban no de forma amistosa, sonriendo, sino como sí estuvieran a punto de querer destrozarme a base de dentelladas, como los de un tiburón hambriento.

    - ¿Helena? ¿Eres tú? ¿Qué te pasa? – Le pregunté espantado, incapaz de recordar un caso parecido en todos los libros de medicina que había estudiado.
    - Hermanosssssss… Has venido… ssssss…
    - ¿Qué te ha pasado?
    - Ven… Ven conmigo… sssss… Vamos…
    - ¡Jamás! ¿Quién eres? ¡¡¡¿Quién eres?!!! – Grité desesperado.

    Mi hermana se movió a una velocidad imposible, y me agarró del cuello. Me levantó en el aire, atenazándome con una fuerza inhumana. Sonreía llena de poder.

    - Vas a morir… sssss… Como todos…

    Me arrojó por los aires, y me estrellé contra una pared, rompiendo un cuadro que en ese lugar había colgado. Caí al duelo, y allí me quedé tendido, aturdido, incapaz de mover un solo músculo de mi cuerpo.
    Helena se volvió a Elizabeth, y continuó caminando hacia la cama en donde estaba ella subida.

    - ¡No te acerques! ¡No te acerques! – Gritaba Elizabeth.
    - No tengas miedo, hembra… sssss… Vas a disfrutar… sssssss… Vamos a pasárnoslo muy bien…

    Helena la agarró de una pierna, tiró, y la hizo caer de espalda sobre el colchón de la cama. Elizabeth gritó, intentando patalear, defenderse de alguna manera. Helena le pegó un tortazo con una fuerza desconocida, y la dejó aturdida. Elizabeth sangraba por la comisura de uno de sus labios, sin saber donde estaba.

    - Vamos a pasárnoslo muy bien… sssss… Maldita perra…

    Helena tenía en sus manos unas uñas largas y afiladas. De un zarpazo rompió el camisón de Elizabeth de arriba, hasta abajo. Los grandes pechos de mi prometida se mostraron temblorosos. Las manos transformadas de Helena los apretaron, disfrutando de su tacto. Acto seguido agarró sus piernas por los muslos, levantándolas, y metió su cabeza en medio. Empezó a devorar el sexo velludo de ella, ruidosamente, como un animal sin modales. Sorbía, lamía y chupaba con fuerza. Elizabeth levantó la cabeza indefensa, medio mareada, viendo como su futura cuñada estaba disfrutando de su sexo. No podía creer lo que estaba pasando. Una extraña y placentera sensación la estaba inundando, asaltando hasta el último rincón de su cuerpo. Aquel placer, la estaba derritiendo. Su sexo estaba chorreando, y le era imposible no abandonarse a ese gusto tan prohibido y morboso.

    - ooooOOOooooh… Ahhhhh… Aaaiiiiii…
    - Puta perra… ¿Te gusta, eh? Eres igual que todas las hembras de tu especie… sssss…

    Helena se levantó. Entonces Elizabeth, que estaba roja de placer, le vio su cara, y gritó con todas sus fuerzas. Aquello era una pesadilla. Helena no tenía la mandíbula. Solo se veían sus dientes y muelas superiores, los que estaban anclados al cráneo, y una larga lengua, gruesa y deforme, llena de sangre. Debajo solo había cerca de su cuello carne abierta y ensangrentada. Sus ojos blancos le miraban desde la fría distancia de la muerte. Era una visión infernal.

    - ¡¡¡AHHHHHHH!!! ¡¡¡AAAAHHHHHH!!!

    Elizabeth no dejaba de gritar. Helena se incorporó un poco y su cabeza se hizo para atrás. Con un crujido se partieron sus vértebras, y la cabeza se estiró sobre su espalda, mientras la lengua no dejaba de moverse. Su pecho desnudo se rajó verticalmente, y de la hendidura asomaron las puntas de las costillas y las masas esponjosas y grisáceas de los pulmones. La sangre saltaba salpicando a Elizabeth. Aquella terrible herida se iba haciendo cada vez más grande, ensanchándose. La raja llegó hasta el abdomen, y los intestinos cayeron al suelo, viscosos y humeantes. Elizabeth estaba a punto de perder la razón con aquella pesadilla.

    Del pecho salieron disparados varios tentáculos de color verde oliva, que estaban impregnados de una gelatina brillante. Del interior del cuerpo de la descabezada salieron varios tentáculos que se enrollaron alrededor de las piernas de Elizabeth, de sus brazos y de su cuello. La mujer quedó atrapada, abierta de piernas, en cruz, incapaz de moverse ante la descomunal presión de aquellos apéndices. Un tentáculo apretaba su garganta lentamente. Elizabeth abrió la boca, quedándose sin aire. Otro tentáculo serpenteó sobre su cuerpo, impregnando sus pechos con aquella sustancia que los recubría, acercándose a la boca. Elizabeth lloraba desesperada: era incapaz de cerrarla. Aquello se le iba a meter dentro.

    Entonces aparecí con una espada medieval, que había cogido de una de las armaduras que decoraban el pasillo que estaba afuera. Con fuerza la descargué, cortando varios de aquellos tentáculos. Un chillido salió del monstruo en el que se había convertido mi hermana. De los tentáculos seccionados saltaban chorros de inmunda sangre negra, que nos salpicaron tanto a mí, como a mi prometida. Descargué otro golpe con la espada contra el cuerpo de mi hermana, lateralmente, y le seccioné un brazo. El monstruo se levantó tembloroso, acercándose a mí, mientras otros nuevos tentáculos asomaban de su pecho. Elizabeth se quitaba a toda prisa los que tenía sobre su cuerpo, que continuaban moviéndose como serpientes enfurecidas, sobre la cama. Solté un espadazo hacia abajo, contra la rodilla izquierda de mi hermana. El golpe no la llegó a cortar, pero sí la destrozó. Lo que quedaba de Helena se cayó al suelo, incapaz de andar.
    - ¡Vamos! ¡Hay que irse de aquí! – Grité a Elizabeth.

    Ella saltó al suelo, desde la cama, y corrió a mi lado. Juntos nos fuimos hasta la puerta, y nos asomamos al pasillo. Parecía que no había nadie.

    - Debemos de irnos de aquí. – Dije sudando. – ¡Este lugar es el mismísimo infierno!
    - ¿Pero cómo? ¡Afuera es imposible de salir!
    - ¡Es verdad: la nieve! ¡Ya se me ocurrirá algo! Vamos a mi habitación a coger ropa.

    Desde el suelo del cuerpo de Helena saltaron varios tentáculos, que atraparon los tobillos de Elizabeth. Mi prometida, casi desnuda y bañada en sangre, con el camisón abierto completamente en su parte frontal, se cayó al suelo chillando. Golpeé con mi espada y corté los malditos tentáculos, y la ayudé a levantarse del suelo.

    - ¡Vámonos! – Grité.

    Los dos corrimos por el pasillo, agarrados de la mano. En la otra llevaba la espada, cubierta de sangre diabólica.


    CAPÍTULO 9: SANGRE DERRAMADA

    Margaret estaba de rodillas, sobre paja con olor a orina y excrementos. Ante ella había, justo debajo de su cuello, un poste de madera de algo más de medio metro de alto y de un considerable grosor, clavado en el suelo. A los lados del poste habían fijados dos grilletes, en los cuales estaban asegurados sus brazos, por las muñecas. Sobre el poste había un collar de cuero negro, lleno de remaches oxidados, de hierro. Allí estaba prisionero su cuello. Su largo pelo, que siempre llevaba recogido con un moño, estaba suelto, salvaje y ondulado. Parte de él estaba metido por el collar que la tenía atrapada. La mujer desnuda estaba allí indefensa, a cuatro patas, cogida por el cuello y las manos a ese poste. Parecía un animal encerrado en una cuadra. Al lado de ella, en otros corrales, habían cerdos y caballos. Los animales se movían nerviosos y hacían ruidos. Margaret estaba aterrorizada. Se había encontrado a Harold en el pasillo. Estuvo hablando con él y después no recordaba nada más. ¿Qué había sucedido? ¿Cómo había llegado ella hasta allí? ¿Qué querían de ella? Harold llegó con su impecable frac, acompañando de Mobutu, que estaba desnudo. Su pene estaba duro, cimbreante, manteniéndose desafiante en el aire. Margaret lo veía de reojo asustada.

    - ¿Qué quieren de mí? ¡Suéltenme! ¿No me han oído? ¡Soltadme, maldita sea u os pudriréis en la cárcel el resto de vuestros días! ¡Os arrepentiréis de todo esto!
    - Querida señora Margaret. – Dijo Harold sonriente. - ¿Qué buscaba cuando rondaba como un alma en pena por la mansión? ¿No sería a caso a mi buen amigo Mobutu?
    - ¿De que habla, insolente criado? – Exclamó Margaret enfurecida, escupiendo, incapaz de volver su cara hacia él por culpa del collar que la mantenía prisionera. - ¡Yo soy la dueña de todo esto! ¡Soy vuestra ama, y me debéis obediencia absoluta! ¡Soltadme! ¡Soltadme de una vez, maldita sea, bastardos!
    - Tiene usted mucho carácter, pero ahora no está con su sumiso yerno. Ahora está con nosotros, y usted ahora no es nada, ni nadie.
    - ¿De qué están hablando? – Dijo Margaret bajando su tono de voz, abriendo sus ojos muy asustada.
    - Ahora usted solo es nuestra esclava. – Dijo Harold lleno de satisfacción. - Pero no se preocupe porque su trabajo no le va a desagradar, sino al contrario. No va a tener que fregar el suelo, limpiar platos sucios o hacer las camas. Va a ser nuestra puta, la perra que va a saciar nuestros más bajos instintos.
    - ¿Qué dice loco? ¡Suéltenme! - Margaret se movía desesperada, sin posibilidad alguna de poder escapar. - ¡Suéltenme! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Ayúdenme!
    - Adelante, Mobutu. Es toda tuya. – Dijo el mayordomo.
    - ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Ahhhhhh! ¡No! ¡No! ¡Noooooooo! ¡Aieeeee!

    El negro caminó hasta la delgada mujer madura. Toda su conocida agresividad y prepotencia se había transformado en miedo y pánico. La mujer se debatía con todas sus fuerzas. El negro se acercó a ella y se agachó, tocando sus nalgas, agarrándolas con ambas manos. Primero suavemente, y luego con fuerza. Después las retorció, apretándolas. El negro se llevó una mano a la boca y se escupió en ella. Pasó la mano entre las nalgas, mojándolas. Introdujo un par de dedos de golpe, en la vagina de la mujer. Los metió hasta el fondo, haciendo fuerza, sondeándola, como sí quisiera saber hasta donde podían llegar. Margaret chillaba como una loca. El negro sacó los dedos y se los metió en el ano, sin la menor contemplación o cuidado. Este se dilató a la fuerza y la mujer cerró los ojos, sentía que la estaban rompiendo por dentro. El negro movió los dedos y los sacó. Miró la cara de la mujer, que sudaba con el rostro encogido de miedo y de dolor. Entonces se volvió a Harold.

    - ¿Te gusta esta perra? – Pregunto el mayordomo.
    - Siii… - Dijo el negro con voz ronca.
    - Entonces hazla aullar. – Dijo Harold.

    El negro se puso sobre ella, de pie, doblando las rodillas, hasta que su pene tocó su trasero. Entonces lo hundió con fuerza en su culo, sodomizándola. La mujer abrió la boca y los ojos llena de dolor.

    - ¡AIIIEEEEE!

    Mobutu la agarró por las caderas, haciéndola que se moviera adelante, y hacia atrás. Su verga se deslizaba con dificultad dentro de aquel agosto pasaje, pero según las embestidas se hacían más fuertes y continuas, el camino se iba abriendo, relajando. Entonces su imponente miembro la penetraba con soltura.

    - ¡Oug! ¡Oug! ¡Ah! ¡Ah! ¡Aiiii! ¡Ah! – Gemía la mujer.
    - ¿Te gusta, zorra? - Dijo Harold. - ¿Te gusta como te folla el culo Mobutu? ¿Te habían dado antes por el culo, puta?

    Margaret sudaba, cerrando los ojos, mientras lloraba. El negro la seguía forzando sin piedad. Entonces poco a poco, de una manera inadvertida, un placer fue creciendo en intensidad, hasta que unos pocos minutos después, hacía arder todo el cuerpo de la mujer. Nunca había experimentado una sensación parecida. Se sentía como una bestia, como un animal en celo. Un calor lujurioso y húmedo la hacía temblar de éxtasis. Aquello era una sensación muy fuerte, tanto, que parecía que iba a perder la razón. No se pudo contener. Su lengua salió de su boca, relamiendo sus labios.

    - ¡Ahhhh! ¡Ahhhhh! ¡Ahhhhhhh!
    - ¡Mira como te mueves puta! – Dijo Harold complacido. - ¿Te gusta, eh? ¿Te gusta como te folla Mobutu, verdad puta?
    - ¡Ahhh! ¡Ahhhhhh! ¡Ahhhhhh!
    - ¿Quieres que se detenga? ¿Quieres que Mobutu deje de follarte?
    - ¡Ahhhh! ¡Ahhhhh! ¡Aiiiiiiii!
    - ¡Mobutu! ¡Detente!

    El negro sacó su verga. Estaba sudando. Aún agarraba las caderas de la mujer. La punta del pene tocaba las nalgas suavemente. El ano de ella estaba enrojecido, muy dilatado. El sudor del hombre goteaba sobre la espalda de Margaret, que movía el culo llena de placer, sudando, con sus ojos entreabiertos, como si estuviera media drogada.

    - ¿Porqué te paras? Oooooohhh… ¿Porqué te has parado? – Dijo ella.
    - Yo se lo he ordenado, vieja puta. ¿Quieres que te siga follando?
    - Yo… Siiii…
    - ¡No te oigo, puta! ¿Quieres que te siga follando?
    - Si, por favor… Quiero que me folle. Quiero que me siga follando. – Margaret se relamía enferma de excitación.
    - ¿Eres una puta, verdad? – Dijo Harold sudando, apretando los dientes.
    - Siiii… Soy una puta. Fóllame Mobutu. Sigue follándome.
    - ¿Te gusta su polla, verdad, vieja zorra?
    - Me gusta… Ohhhhh… Me gusta mucho su polla. Fóllame, por favor. – Dijo desesperada la mujer. - Hazme tuya.
    - Adelante, Mobutu. – Ordenó el mayordomo. – Continúa jodiéndola.
    - ¡Ohhhhh! Ummmm… - Margaret se relamía de gusto, cuanto sintió la verga negra sodomizándola otra vez. Entonces su cara esbozó una placentera sonrisa. - ¡Ahhhh! ¡Métemela más! ¡Ahhh! ¡Así! ¡Así! ¡No te pares! ¡Más fuerte! ¡Más fuerte! ¡AHHH! ¡AIII! ¡AHHHHHH!

    El negro la taladraba con todas sus fuerzas. Sudaba a chorros. La espalda de la mujer estaba bañada de su sudor. Unos vibrantes minutos de placer trastornaban a Margaret, que estaba experimentando sensaciones desconocidas. El negro se desacopló y le metió a presión toda la verga el la boca. Aquello se introdujo hasta su garganta. La mujer abría la boca y los ojos aturdida: intentaba respirar. El negro la agarró de la cabeza, y la apretó contra su vientre, para que se la tragara toda. Entonces eyaculó todo el esperma, inundándola. Se hizo atrás. Sacando su pene, y la mujer asustada, sudando y con la boca abierta echaba el semen a borbotones, derramándose por su mandíbula, y sobre el poste. Se sentía asqueada y sucia. Tenía ganas de vomitar, estaba medio mareada. Pero la excitación que la poseía era incontrolable, casi animal, y la hacía temblar. Su vagina estaba goteando, abierta, encharcada y hambrienta.

    - Masss… Fóllame más, por favor. No te pares. Sigue follándome…

    Imploró Margaret mirando hacia arriba al sudoroso e imponente Mobutu, que se miraba su pene duro y la cara más debajo de la mujer, llena de sudor y de esperma caliente. Harold sonreía lleno de satisfacción.

    En el lugar donde leía Oliver el libro de memorias, estaba sucediendo algo diabólico. El libro, cerrado con llave, estaba sobre la mesa, vertiendo por sus lados, por entre sus páginas, sangre. Parecía que se estaba desangrando. El libro estaba sobre un charco de sangre, mientras todas sus letras se diluían y desaparecían, transformándose en esa sustancia roja: la que había servido para escribirlo. Sangre de inocentes martirizados y vírgenes degolladas.

    Estaba corriendo con la espada en una mano, descalzo y vestido con un pijama cubierto de sangre y sudor. Elizabeth me agarraba la otra, medio desnuda. Sus grandes pechos subían y bajaban a la carrera, de forma voluptuosa. Su pubis velludo y negro se mostraba con una claridad excitante. Sus piernas desnudas y torneadas corrían con una belleza sensual. El camisón abierto, y cubierto de sangre, solo cubría sus brazos, sus hombros y la espalda. Su pelo suelto se movía como una bandera en el aire, con majestuosidad. Nunca había visto a mi prometida desnuda, y mostraba ser una mujer de formas rotundas y provocadoras. Sus pezones y las aureolas eran muy grandes y atrayentes. Intentaba no mirarla, y a pesar del peligro que corríamos, me estaba excitando mucho al contemplarla.

    - ¡Corre! ¡Corre! – Le grité.

    Unas sombras se retorcieron al final de un pasillo. Eran sombras deformes e irreales. No podían ser nada de este mundo. Se trataban de cosas abominables, llenas de bultos, tentáculos y patas, o eso era lo que me parecía a mí. Pero lo que más me turbaba era el sonido que emitían. Era el de mandíbulas chasqueando, de colmillos entrechocando. Era el sonido de un hambre enfermiza y aberrante. Querían nuestra carne, nuestra sangre, y nuestras almas. Me sobrecogí de horror. Estábamos en el infierno. Aquel lugar era el maldito infierno.

    - ¡Vamos por aquí! – Indiqué a Elizabeth, cambiando de dirección.

    Nos metimos por una puerta abierta, que daba a una sala. Corrimos por aquel otro salón, que nunca habíamos visitado. Una gran mesa larga flanqueada por sillas presidía el lugar. En un lado había un gran cuadro con una escena bélica, entre dos ejércitos medievales. En el otro lado había otro cuadro, un enorme retrato de mi abuelo, serio y con la mirada fija, penetrante. No podía quitar mis ojos de los suyos, mientras corría. El retrato de mi abuelo parecía que me estaba hipnotizando, atrayendo de una forma irresistible. Y a la vez, sus facciones se fundían, se derretían como la cera de una vela. Aquel rostro se deformaba transformándose en el de un monstruo desfigurado y espantoso. Su visión hería mi vista fascinada. Aquello era horrible, insoportable. Su piel se rompía, y sangraba por todas partes. Su garganta se hinchaba y los ojos se inflaban hasta explotar. Entonces me tropecé con una de las sillas del final de la mesa, y me caí al suelo, rompiéndose la atracción.

    - ¡Vamos! ¡Levántate! – Mi dijo Elizabeth agarrándome, para que me levantara.

    Aquel tropiezo me hizo despertar, haciendo que aquella atracción maléfica se interrumpiera de manera afortunada. Atravesamos todo el salón y salimos por la única puerta que había. Dimos a otro pasillo y corrimos por él desorientados, sin saber a ciencia cierta, a donde nos dirigíamos. Entonces apareció Carol delante nuestra. La anciana cocinera estaba desnuda, gruesa y con pechos flácidos que le colgaban hasta el ombligo. Sus pezones estaban anillados y su sexo afeitado. La mujer sonreía con unas uñas muy largas, que parecían garras tan afiladas como peligrosas. Sus ojos estaban en blanco, y su boca era oscura, negra, como si hubiera masticado pastillas de regaliz. Le pasaba lo mismo que había visto en mi hermana Helena. Tenían las mismas y horrendas facciones. Babeaba una sustancia negra, que parecía tinta de calamar.

    - ¿A dónde vais? Ssssss… No podéis huir de vuestro fin… Ssssss…

    La criatura en la que se había transformado Carol era espantosa e inhumana. La vieja corrió hacia nosotros, con sus garras abiertas y dirigidas hacia nosotros.

    - ¡A un lado! – Exclamé.

    Elizabeth me obedeció chillando aterrorizada. Descargué la espada de derecha a izquierda, y la golpeé en el cuello, seccionándoselo hasta las vértebras. La cabeza quedó colgando de lado, proyectando fuertes chorros de sangre negra. Su pelo se cayó de golpe. Se trataba de una peluca. La calva de la mujer estaba llena de tatuajes concéntricos, jeroglíficos desconocidos, que conformaban círculos, que escondían significados prohibidos que ningún humano podría descifrar jamás. Tal vez se trataba de la misma clase de escritura que había descrito mi abuelo en aquellas ruinas. Carol no se detuvo, y se me echó encima. Le solté una patada en el vientre. El tacto de su piel era nauseabundo, frío y pegajoso como el de un sapo. La mujer retrocedió medio decapitada. Levanté la espada y la volví a descargar, de arriba hacia abajo, amputándole de un tajo brutal su brazo izquierdo a la altura del hombro. La cabeza totalmente ladeada abría y cerraba su boca inmunda, emitiendo chillidos agudos, como el de las ratas. De su boca brotó una larga lengua verde que se enrolló alrededor de mi cuello, como una serpiente pitón. Elizabeth no dejaba de chillar, agarrándose sus cabellos con ambas manos. Atravesé el cuerpo de la mujer por su vientre, y la espada salió por su espalda. Aquello no la detuvo. Intentó herirme con su única garra, y con mi brazo libre, el izquierdo, agarré el suyo, por la muñeca. Aquella cosa abominable estaba a medio metro de mí. Con un brazo le agarraba el suyo, dotado de una fuerza terrible, y con el otro aguantaba la empuñadura de mi espada, que atravesaba su cuerpo, manteniéndola separada de mí. Mientras la lengua se apretaba lentamente alrededor de mi garganta.

    - ¡Aggggg! – Exclamé sudoroso, notando como me empezaba a faltar el aire.

    Escuché un ruido escalofriante. No quería saber que era, o de dónde provenía. Pero debía de hacerlo. El horror poseía mi alma y amenazaba con hacerme perder la razón. El vientre de la vieja se estaba rajando, salpicando de sangre negra mi pijama. Quería morirme: aquello era más de lo que podía soportar. Aquello se abrió, mostrando unos largos colmillos curvos. Se estaba formando una boca abominable y monstruosa. Entonces comencé a chillar como un poseso, incapaz de controlarme.

    - Muy bien, señor Oliver. Lo ha hecho muy bien. – Dijo Harold.

    Estaba al lado de Elizabeth, atenazándola por el cuello, mientras con su otra mano le apuntaba a la cabeza con una pistola de mecha, de un único disparo. Su martillo estaba levantado. Estaba vestido con unos pantalones del pijama, sucios y arremangados hasta las rodillas. Esa era la única prenda que llevaba puesta. Su pecho desnudo y velludo estaba lleno de canas. Sobre él reposaba un collar de cuencas de madera con una extraña piedra o alguna clase de cristal desconocido. Era muy parecido al que describían aquellas viejas historias de mi abuelo, el que le había entregado Vandala. Algo me decía, que era el mismo.

    - Ha presentado usted mucha resistencia, pero el juego se ha acabado. – Dijo victorioso el mayordomo. – Deponga su arma, y ríndase, o mataré a su preciosa prometida.
    - ¡Maldito bastardo! ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué clase de infierno es este?
    - Pobre y arrogante, joven. – Dijo Harold sonriendo. – Eres patético y predecible. ¿Aún no has comprendido nada de lo que has visto? ¿No has descubierto la verdad?
    - ¡De qué hablas! ¡De qué hablas! ¿Cuál es la verdad? – Gritaba atrapado por la cosa que se había detenido misteriosamente, al aparecer Harold.
    - Pobre muchacho… Yo soy tu tío…


    CAPÍTULO 10: R´LLYHN

    La superficie del agua estaba quieta, sin ninguna clase de onda sobre su superficie. Era verdosa, muy verdosa. Tanto que a medio metro de profundidad era imposible ver nada. Tal vez su estado natural era ese, muy turbio, aunque también podía tratarse de una pigmentación natural provocado por alguna clase de organismo microscópico de origen animal, plancton, o vegetal, algas de estructuras muy simples, casi unicelulares. Sobre ella cayó la cabeza de Margaret, y después sus brazos amputados, y las piernas. Los intestinos les siguieron, desenredándose en el agua. No se hundieron, sino que se quedaron flotando como un enjambre de serpientes pálidas. Unas zarpas escamosas, del mismo color del agua, con sus dedos unidos por membranas parecidas a las de las patas de las ocas, los agarraron tras salir lentamente de debajo de la superficie. Entonces Elizabeth profirió un alarido aterrador.

    - ¡AIIIIEEEEEEEEEEEEEE!

    Harold era mi tío. ¡Se había hecho pasar por el mayordomo! ¿Cómo era posible eso? ¿Porqué oscuros motivos lo había hecho, mintiéndonos a todos con una muerte inventada? Mobutu, el negro apareció desnudo detrás de él, con su vergajo colgando. Elizabeth se quedó perpleja, mirándole sus partes. Nunca había visto a un hombre desnudo, y menos con esas proporciones. Mobutu traía un par de cadenas de hierro ennegrecido, que estaban rematadas con un par de grilletes cada una. Solté la espada, y el brazo de la horrenda cosa que había ante mí. No me atacó con su zarpa, pero me mantuvo prisionero con su aberrante lengua por el cuello. Mobutu me llevó las manos a la espalda, y me colocó mis pesadas esposas. La lengua se aflojó, y quedé liberado. Aquella cosa se retiró a la oscuridad, pero antes el poderoso negro le sacó la espada lentamente.

    Después Mobutu hizo lo mismo con Elizabeth, esposarla, que temblaba como un pajarillo asustado dentro de una jaula. Cuando quedó presa, Harold bajó su arma de fuego lleno de satisfacción. Mobutu, frente a Elizabeth, que no se atrevía a mirarle a los ojos, comenzó a masturbarse suavemente con una mano, mientras con la otra apretaba los pechos de mi prometida. Elizabeth con la mirada gacha, veía como aquella larga cosa negra que tenía entre las piernas se hinchaba, poniéndose dura y venosa. Ella estaba asombrada con aquello, y le miraba presa de una hechicera fascinación.

    - ¡Déjala, maldito negro! – Grité furioso.
    - Tiene razón, Mobutu. – Dijo Harold con ironía. – Déjala. Ya tendrás tiempo dentro de poco para divertirte con esta putita, junto con tus hermanos. Igual que con la querida Margaret.
    - ¿Margaret? ¿De qué hablas, tío Henry? ¿Te has vuelto loco? ¿Qué te propones hacer con nosotros?
    - Todo a su debido tiempo, sobrino. No te anticipes a los acontecimientos. Nos esperan. Debemos de irnos ya.
    - ¿A dónde?
    - A R´llyhn. ¿A dónde si no? – Respondió el falso mayordomo.
    - ¡Estás loco! ¡Loco! ¡Eso son viejas historias del abuelo, mitos y leyendas!
    - ¿En serio crees eso? - Exclamó mi tío Henry. - ¿Qué te han parecido entonces Carol y tu hermanita? ¿Pesadillas provocadas por una mala digestión? No seas tan pánfilo. Despierta, abre tus ojos, y acepta la realidad. ¡Esta realidad que ahora estás viviendo!

    Entonces me quedé abatido, y deseé que Dios tuviera piedad de nuestras almas, de la mía y de la de el resto de nosotros.

    Bajamos hasta los pisos inferiores de la mansión. Detrás iba mi tío, con su arma enfundada dentro del pantalón, por delante. Mobutu iba ante nosotros, iluminándonos el camino con una lámpara de aceite. Nos llevaba cogidos con una cuerda por el cuello a cada uno, juntos. Llevaba las dos agarradas en la otra mano, como sí fuéramos perros, sus mascotas, junto con la espada ensangrentada. Nosotros le seguíamos sin hablar. Elizabeth me miraba llorando, tan asustada como yo, ante nuestro incierto destino. Pasamos cerca de la cocina que parecía un antro infernal. Por su puerta abierta vimos como hervían pucheros llenos. Hacía mucho humo y calor dentro, tanto como en una fundición. Cerca había una puerta que jamás había visto. Harold sacó una llave, y la introdujo en la cerradura. Tras girarla apretó el pomo de la puerta, y esta se abrió sin hacer ruido. Sus bisagras estaban escrupulosamente engrasadas.

    Dentro había una pequeña habitación sin ventanas. Sus muros de ladrillos estaban desnudos. Parecía un cuarto vacío, o una especie de celda. Mobutu entró, y todos le seguimos. Mi tío cerró la puerta detrás de él. Entonces, los cuatro quedamos atrapados dentro de ese angosto lugar. Un momento después Mobutu sopló dentro de la lámpara, apagándola. Nos quedamos a oscuras. Elizabeth se puso a gritar como una loca.

    - ¡Cállate! – Ordenó Henry. - ¡Seguid a Mobutu!

    El negro nos tiró de nuestras cuerdas y seguimos lentamente sus pasos, a oscuras, completamente desconcertados. ¡Estábamos caminando hacia alguna parte! ¿Pero cómo? No comprendía nada: estábamos rodeados por paredes. Debíamos de estar alejándonos del cuarto. El suelo estaba mojado, cubierto de barro y cosas musgosas.

    - ¡Ah! ¡Ahhhh! ¡Si! ¡Si! ¡Así! ¡Más, más, ooooouuuu…! ¡Aiii!

    Se escuchaba a alguien a lo lejos gemir, muy excitada. Se trataba de una mujer que debía de estar copulando. Y por lo que parecía debía de pasárselo muy bien, además de ser una prostituta barriobajera y vulgar, a tenor del lenguaje tan grosero y ordinario que utilizaba. Entonces un escalofrió recorrió mi cuerpo. ¿Aquella voz? ¿Se trataba de Margaret? ¡Dios bendito: era Margaret! ¿Qué le estaban haciendo esos canallas? Entonces vimos las primeras luces. Fue en ese momento cuando deseé que Dios me hubiera dejado ciego, con un rayo de su poder divino.

    Ante nosotros se extendía una especie de charca de aguas verdes muy grande. Debía de tener doscientos metros o más de longitud. De su centro emergían unas columnas de estilo clásico, cubiertas por enredaderas acuáticas y mohos. Eran los restos casi sumergidos de alguna clase de templo. Aquella charca estaba dentro de una gran caverna, o eso yo creía. Cerca de la charca, y agrupadas, habían cuatro enormes hogueras, que ardían iluminándolo todo con fuerza, y entonces me sentí más insignificante que una simple mosca. Aquello no se trataba de una mera caverna, o tal vez hace millones de años lo fuera. Aquel lugar estaba hecho con muros de piedras encastadas. Colosales piedras de diversas y caprichosas formas geométricas que estaban encastadas de manera alucinante. Y digo eso, porque el tamaño de aquellos sorprendentes bloques era descomunal. De diez metros por tres. De veinte por uno. De ocho por treinta y así… Debían de pesar cientos de toneladas. ¿Quién había podido tallar y mover todo aquello, esas moles cuadradas, rectangulares, triangulares y hasta un sin fin de formas que desconcertaban mi comprensión humana? Entonces vi, en el rectángulo imaginario formado por el espacio que habían entre las cuatro hogueras, una especie de mesa de piedra, un primitivo altar. Sobre el estaba Margaret, junto a otras personas.

    Ella estaba desnuda y tumbada boca arriba sobre ella, abierta de piernas. Un negro, muy parecido a Mobutu, la estaba penetrando con fuerza, agarrando sus muslos. Otro estaba arrodillado sobre su cara, metiéndole su verga dentro de la boca. La cara de la mujer, y sus pechos, estaban cubiertos de charcos y gotas de esperma. Otros tres negros se masturbaban mirando muy de cerca aquel coito múltiple. Sus miembros estaban muy erectos, ansiosos por ahondar otra vez dentro de los agujeros de la mujer, que estaba como poseída. La verga escapó de su boca. Ella sacó su lengua, relamiéndose el esperma.

    - ¡Métemela! ¡Venga! ¡Quiero más! ¡Más! ¡Así, cabrones! ¡Oooooo…!

    Mi tío nos miró sonriendo, mientras Mobutu nos llevaba hasta allí. Su pene negro estaba ya tieso.

    - ¿Eres virgen, verdad Elizabeth? - Preguntó mi tío. - ¿No dices nada? Pronto empezará a hablar por los codos, cuando mis siervos empiecen a probarte, a disfrutar de tus orondos y generosos encantos. Te lo vas a pasar muy bien, como hace la puta de tu madre. Mírala bien como disfruta, como una guarra. Nadie tiene la suerte de estar con sementales tan dispuestos.
    - ¿Vais a violarla? – Pregunté lloroso, desesperado, incapaz de hacer nada para detener aquella locura.
    - Es parte del ritual. Debemos de hacer así, o nuestro invitado se sentirá disgustado, y eso es lo último que queremos. ¿Entiendes, sobrino?
    - ¡Te odio, maldita sea! ¿Porqué haces todo esto? ¿Porqué?
    - ¿Aún no lo has comprendido todo esto? Eso que ves en esta agua, es una entrada submarina a R´llyhn, la ciudad sumergida de los Chak´has. Es una de las pocas que aún existen abiertas en el mundo terrestre. Por ellas se llega hasta ese reino submarino, creado hace decenas de miles de años, por el Dios Yagoth, cuando aún no caminaba los hombres por el mundo de la superficie, tan orgullosos e ingenuos ante su supremacía y audacia. ¡Reyes del mundo! ¡Ja, ja, ja…! ¡Infelices monos sin pelo, que lleváis cuatro días caminando sobre dos piernas, en este insignificante mundo!

    Mobutu me dejó, dejando caer mi cuerda. Continuó caminando hasta la mesa, arrastrando por la cuerda a Elizabeth, que se intentaba resistir inútilmente. La soga le estrangulaba, merced a su nudo corredizo. El negro tiraba de ella, hasta que llegó al umbral de las hogueras. Los tres negros que estaban masturbándose, esperando un nuevo turno para tomar a la mujer, fueron a su encuentro. Los otros dos continuaban follándose a Margaret, que gemía sin cesar, víctima de un placer incontrolable. Un negro la sodomizaba abierta de piernas, mientras el otro eyaculaba dentro de su boca. Elizabeth temblaba descompuesta de terror. Los tres negros la rodearon. Mobutu se quedó a un par de pasos de ellos, muy cerca, clavando la espada en la tierra, observando.

    Un negro le metió la mano en la entrepierna, frotando sus dedos contra su vagina. Le gustaba el tacto de su fino vello púbico, contra la palma de la mano. Sus dedos se hundieron dentro, en aquella profundidad virgen. Elizabeth gritó. Otro le agarró sus pechos, y se los estrujó morbosamente, haciéndolos frotar entre ellos. Agachó su cabeza, y empezó a lamerlos y chuparlos, con fuerza, haciendo ruido. Sus tetas empezaron a cubrirse de babas, y saliva que resbalaba hacia abajo. El tercer negro la agarró por el pelo con una mano, y con la otra por su mandíbula, clavando sus dedos en su articulación. El dolor hizo que Elizabeth mantuviera abierta su boca a la fuerza. El negro metió su lengua dentro, y empezó a dar golpecitos con la suya, que a duras penas lograba mantenerse retraída.

    - ¡Agarradla! – Ordenó Mobutu detrás, meneándose su miembro.

    El negro que la masturbaba, y el que la besaba, la levantaron en el aire, agarrándola por las piernas, manteniéndola en posición vertical, abierta de piernas. Mobutu vino por detrás, y le hundió su pene en su vagina. La verga se abrió camino a empujones, mientras ella intentaba chillar de dolor. El cuarto negro, de frente, le seguía magreando sus pechos. Elizabeth fue follada sin piedad. El negro empezó a sudar, trabajando a conciencia, moviéndose adelante y hacia atrás, agarrándola por las caderas, presa de un frenesís. Aquel orificio era deliciosamente estrecho, caliente, mojado y excitante. Aquello le ponía aún más cachondo.

    - Nooooo… - Imploré llorando, viendo las cosas que le estaban haciendo.
    - Pobre idiota ingenuo. – Dijo mi tío. - Déjala arrastrarse por esas nuevas sensaciones que está experimentando. Está descubriendo una nueva realidad, que hasta este momento, ha permanecida prohibida y velada para ella. Un eficiente trabajo de represión por parte de su queridísima madre. Viéndola ahora jodiendo, quién podría decir eso. ¿No?

    Margaret saltaba encima de un negro, metiéndose y sacando su pene de su culo, con todas sus fuerzas. Le daba su espalda a él, y apoyaba sus manos en su pecho. El otro estaba de pie, metiendo su rabo en su boca, terriblemente cachondo. Margaret miraba de reojo a su hija, rodeada de negros, y sintió envidia. Quería todas esas pollas de ébano. ¡Las quería sentir todas!

    - ¡Detenlos, por el amor de Dios! ¡Tened piedad de ella!
    - Te atraje hasta aquí, con ese irresistible cebo consistente en todos esos millones de libras esterlinas. ¿Cómo te ibas a poder resistir a semejante cantidad de dinero, a esa espléndida posibilidad de disfrutar de una vida cómoda, y llena de lujos y placeres?
    - ¡¿Pero porqué?! ¡¿Porqué?!
    - Todo tiene un porque. – Dijo mi tío. – Vandala no atrajo porque sí a mi padre, a este lugar, para que levantara la mansión que hay sobre nuestras cabezas, por un espontáneo capricho. Todo esto obedece a una poderosa razón, y todo tiene que ver con la legendaria R´llyhn. Nosotros estamos aquí, porque preservamos el orden de las cosas, el equilibrio de las fuerzas. R´llyhn sufrió en eras pasadas un mal desconocido: el fuego de Astaroth. Una enfermedad los sacudió, de origen desconocido, masacrándolos. Sufrían fiebres, sus miembros se ennegrecían y padecían necrosis, y se desprendían secos. La ciudad se quedó cubierta de ellos, de piernas, brazos y narices. Los Chak´has cayeron diezmados. Padecían alucinaciones que los dejaban locos hasta el fin de sus días. Y así ese respetada y admirada civilización submarina se extinguió. ¿De dónde vino aquel mal? ¿Del espacio? ¿De otra dimensión? ¿O fue creada por un Dios rival, lleno de odio y envidia?

    El negro de delante metió su miembro dentro de la vagina, apretándose contra los pechos de Elizabeth. Las dos pollas estaban juntas dentro de la vagina, abriéndola a la fuerza, con contundencia demoledora. La mujer apretaba los dientes, entre los dos excitados hombres.

    - El caso es que algunos sobrevivieron de forma lamentable. Casi sin poder perpetuar su especie, y eso les llevó casi a la extinción. – Henry se acarició la piedra de su collar, con cariño. – La ciudad se quedó desplazada de su lugar, por los movimientos de las placas continentales, y quedó encerrada en una inmensa caverna llena de agua, que hay bajo nuestros pies. Yo la he visto, puedo jurártelo. Ellos me la han enseñado. – Señaló a la charca. – Y es algo de una visión incomparable, indescriptible. ¡Diez Londres enteros cabrían holgadamente en su interior! Pero como Dios creador, Yagoth, se compadeció de sus pobres criaturas, y envió a un vasallo suyo, muchos siglos después, para ayudarlos. Era su particular y enigmática forma de ayudarles a recuperar el orgullo perdido, el papel que desempeñaban dentro del orden del universo. Ese emisario tomó forma humana y condujo a una tribu perdida hasta este lugar. Y cuando esta desapareció, se llevó a otra, de forma cíclica. Como los por ejemplo los celtas de la leyenda del páramo de las urracas. Y como nosotros ahora. Esa es la verdad, sobrino.
    - ¿Pero para que nos quieren?
    - ¿No lo ves todavía? – Dijo mi tío.

    Mis ojos se nublaron. Harold, mi tío, o lo que fuera en realidad se convirtió en nubes difusas. No veía bien, y entonces todas esas formas borrosas, se hicieron nítidas. Una mujer negra desnuda, de unas formas espectaculares, estaba frente a mí: era Vandala, llevando ese collar antiquísimo.

    - Yo soy ese emisario. – Dijo ella con su voz dura y fuerte, pero a la vez sensual y seductora. – He sido muchas y muchos, y todos me han seguido. Pero ahora debo de tener un nuevo cuerpo: el tuyo. Henry ha cumplido bien su función, como tu abuelo Henry, y ahora te toca a ti, tomar el relevo. Este hombre pronto va a morir: ya le pasan factura los años, y la vida. La guadaña caerá, y la muerte vendrá rauda por su festín. ¡Mírala!

    Habían quitado los grilletes a Elizabeth. Estaba sobre la mesa, de rodillas, chupando una polla negra, mientras meneaba las otras dos con sus manos. Los tres negros altivos, de pie, la miraban llenos de satisfacción. El otro se la follaba debajo de ella, agarrándola por la cintura. Sus grandes pechos botaban con fuerza, cubiertos de esperma. Margaret estaba siendo penetrada al mismo tiempo por el culo y por su vagina, a su lado, emparedada entre dos sudorosos negros.

    - ¿Lo ves? Todos tenemos dos almas, no una, como pensáis los cristianos. – Dijo Vandala. – Tenemos una racional y otra animal. Y las dos confluyen, haciendo que una prevalezca sobre la otra alternativamente, en una perpetua lucha. La razón sobre el sin sentido. El cariño sobre la lujuria desatada. La piedad sobre la venganza. El amor con el odio más salvaje. Ese flujo entre dichas almas es el origen de las reacciones, los comportamientos, las emociones y las decisiones. Y ahora, ellas se están desnudando de sus frágiles y superficiales almas civilizadas. Esas que el peso de vuestra cultura y sociedad las han domesticado. Por eso se comportan así. ¡Pero ahora son libres! ¡Libres!


    CAPÍTULO 11: LA POSESIÓN

    - ¡uARGGGG! ¡AH! ¡Uuuuuuuu! ¡Ah!


    Elizabeth gemía tanto o más que su madre, poseída por una lujuria salvaje, incontrolable. Estaba sobre un negro que la penetraba vaginalmente. Otro le hundía dos dedos en su culo, abriéndolo. Un tercer negro le metía su miembro en la boca, casi a presión, hasta el fondo. Margaret a su lado estaba en idénticas circunstancias. Tenía un negro por debajo, otro encima y un tercero disfrutando de sus trabajos con la boca.

    - ¡Venga! ¡Métemela de una vez, joder! ¡Fóllame! ¡Fóllame, maldita sea! ¡Rómpeme el culo!

    Gritaba Elizabeth tras sacarse la polla de la boca, y seguirla meneando con una mano, muy cerca de su cara. El negro sacó los dedos de su ano, y le introdujo a cambio su largo e hinchado pene. Entró con facilidad, sin demasiadas dificultades. Elizabeth estaba muy dilatada, además de excitada.

    - ¡oooOOOoooohh! ¡Así, puto cabrón! ¡Así! ¡Fóllame! ¡Fóllame con fuerza! ¡Ooouuggg! ¡Más fuerte! ¡Más fuerte! ¡Así! ¡aaaaIIIII! ¡AAH! ¡Que gusto! ¡Me corro! ¡AAHHHH!

    Elizabeth era follada sin piedad por los negros, junto a su madre, que también gemía como una desesperada. Vandala se acercó a mí, y me agarró el paquete habilidosamente, frotándolo con mucha experiencia. No pude contener mi erección. Me estaba poniendo muy cachondo. ¿Era ese lugar? Todo empezaba a darme vuelta, algo mareado, como sí estuviera inhalando vapores tóxicos. O tal vez se trataba del influjo de esa mujer, de ese emisario de Yagoth.

    - Tomaré tu cuerpo. – Dijo ella. – Y tú serás el nuevo guardián, el sagrado celador, cumpliendo el destino que hay escrito en las estrellas.
    - Oooooohh. – Gemí muy excitado, incapaz de controlarme. Jamás me había sentido así.
    - ¿Te gusta?
    - Si… Ooohh…
    - ¿Quieres que siga? – Dijo sonriendo Vandala.
    - Sigue, por favor. No te pares.

    El negro que enculaba a Elizabeth sacó su verga y se la meneó, eyaculando copiosamente sobre la espalda de la mujer. Después de bañársela de esperma, se la volvió a meter en el mismo agujero. Elizabeth se retorcía de placer.

    Vandala se agachó, poniéndose de cuclillas, y me mordió el pene, por encima del pantalón del pijama. Estaba muy duro. Se notaba claramente a través de la tela.

    - Me gustan las pollas blancas. – Dijo Vandala agarrándose sus turgentes pechos. - ¿Has probado una vez a una negra? ¿A una como yo?
    - No… Nunca.
    - Pues ahora vas a saber que es una mujer de verdad, no una de esas blancas reprimidas de vuestra alta sociedad, encorsetadas con vuestras costumbres y tradiciones culturales. ¿No las ves? Ahora se sienten libres, libres de hacer lo que quieran, de disfrutar de todo, sin ninguna clase de tabú. Son las perras de mis hijos, las putas que sacian y disfrutan de sus pollas, con un hambre insaciable y primitiva ¡Solo quieren vivir para ello, como sus incansables putas blancas!

    Vandala bajó mi pantalón, y mi pene saltó tieso, botando en el aire, liberado. Ella lo lamió con una lengua muy larga, y comenzó a menearlo. Me hacía una paja lenta y maliciosa.

    - Me gusta mucho. Mucho… - Alcancé a decir.
    Entonces se la metió en la boca, y comenzó a chuparla con fuerza, con deleite. Que gusto, que placer. Me estaba derritiendo, volviendo loco. Pensaba que me iba a mear dentro de su boca.

    - ¿Te gusta, blanco?
    - Ooooo.. Siiii… Ouuuuu… Ooooooggg…

    Continuó mamándomela, hasta que se levantó. De un tirón saltaron los botones de la sucia camisa de mi pijama, dejándome el pecho al descubierto. Ella me lo arañó y después comenzó a lamerme los pezones, hasta ponérmelos duros. Los mordisqueó y levantó la cabeza.

    - Eres un cabrón, como todos. ¿Quieres follarme? – Dijo retorciéndome los pezones entre sus dedos.
    - Siii…
    - No te oigo, blanco hijo de puta.
    - Quiero follarte… Ooooo… ¡Quiero follarte!
    - ¿Quieres darme por el culo, hijoputa?
    - Si, quiero. Ooooo… Quiero follártelo. Quiero follarme tu culo negro.
    - ¿Te gustan los culos negros?
    - Ohhh… Siiiii… - Ella me estaba masturbando, sonriéndome perversamente. – Quiero tu culo, puta. Quiero follármelo.
    - ¿Crees que soy una puta, blanco? – Dijo sacando su larga lengua rosada, muy cerca de mi cara, agitándola en el aire, como la de una serpiente, relamiéndose sus grandes y perfectos dientes, y sus gruesos labios, mientras se le caía por la barbilla hilos de saliva.
    - Eres una puta de mierda. Eres una zorra, negra, una puta zorra… Ooohh… ¡OOOHHHH!

    Me corrí sobre su estómago y sus muslos. Vandala sonreía, se dio la vuelta y frotó sus nalgas macizas contra mi pene. Entonces me agarró la polla y se la metió por el culo, con cuidado. Fue algo indescriptible. Sentí un gusto desgarrador, atroz. La negra saltaba con fuerza. Su espalda era musculosa. Quería agarrar sus pechos, sus grandes tetas negras.

    - ¡Puta! ¡Maldita puta! ¡Déjame coger tus tetas! ¡Quiero agarrar tus putas tetas negras!

    Los grilletes que cogían mis manos a la espalda cayeron al suelo, solos, merced a alguna clase de fuerza invisible. Estaba libre. ¡Libre! Le agarré con fuerzas sus tetas, que estaban muy, pero que muy duras. Me estaba volviendo loco, sodomizándola, enculándola con todas mis fuerzas. Mis pelotas no paraban de botar. Vandala agarró con su mano derecha la cuerda con la que me condujo Mobutu hasta ese lugar. Vandala tiró, haciéndome agachar, juntando mi cabeza contra la suya. Ella giró su cara, sacando su lengua. Yo me hice más adelante y saqué la mía, que estaba ardiendo. Las dos lenguas bailaron juntas en el aire, cubiertas de saliva que goteaba, entrechocando y enrollándose en movimientos circulares. Que placer tan terrible. Creía que yo iba a explotar, hasta el último átomo que me componía.

    Vi detrás mío una piedra bastante grande y reculé, sin desacoplarme de la mujer. Me recosté sobre ella y la mujer se puso encima mío, dándome la espalda. Apoyó sus manos sobre mi pecho, y yo la agarré por las rodillas, abriéndola más. Con sus piernas muy abiertas continuaba saltando sobre mi polla, perforándose ella mismo su culo. Con una mano se apretaba sus tetas y pezones, y con la otra se masturbaba con fuerza, frotando su sexo.

    - Oooohh… Uuuu… ¡Ah! ¡Ah! ¡Puto blanco! ¡Eres un maldito cabrón! ¡Deja de joder mi culo! ¡Deja de jodérmelo! ¡Ohhh! ¡Ouuuuggg! ¡Ahhhh! ¡Para, joder, para!
    - ¡Cállate zorra y mueve más tu maldito culo! – Grité fuera de si. - ¡Muévelo, jodida puta negra! ¡Muévete más!

    Creía que mi polla iba a explotar. El estrecho culo de la negra me la estaba estrangulando. Su suave ano parecía un lazo corredizo que impedía que mi pene escapara de su interior. A Vandala se le pusieron los ojos en blanco. Sus iris y pupilas desaparecieron. Su boca abierta, obscena y morbosa, en la cual su larga lengua no paraba de retorcerse, empezó a segregar un líquido negro e inmundo. Parecía tinta o grasa de la que se usaba en los engranajes de las máquinas de las fábricas.

    - Uikamana… Imi haré paca ona hasta ¡uma! ¡Irginimakona usta! USTA! IBI! ¡JA-JAKS! ¡JA-JAKS!

    La sacerdotisa negra, reencarnada en muchos hombres, hablaba en un idioma desconocido. Sonaba siniestro y muy antiguo. Su voz resonaba haciendo un fuerte eco, dentro de la caverna. No podía sentir miedo. Mi excitación sobrepasaba todos mis sentidos: estaba como embrujado, poseído. Entonces elevé mis dos brazos y la agarré del cuello, estrangulándola. Hacía fuerza hacía abajo para que se clavará más profundamente mi pene, y a la vez la asfixiaba con todas mis fuerzas. Aquello excitó aún más a la negra, que lejos de asustarse, disfrutó más aún. Sacaba con más fuerza su lengua negra, y la agitaba en el aire como la punta de un látigo.

    - ¡USTA! ¡JA-JACKS! ¡JA-JACKS!

    Gritaba con todas sus fuerzas. Mobutu se separó de Elizabeth. Otro negro se cambió, y continuó sodomizándola sin piedad, destrozándola. El negro caminó hasta la espada y la asió, desclavándola del suelo. Entonces caminó hasta Margaret.

    - ¡Tula! Imamana-guaya. Irrisgghh…¡Tula¡ - Dijo Mobutu.

    Los negros se desacoplaron de la mujer madura, y la dejaron sobre el altar abierta de piernas y cubierta de semen y sudor. Sacaba la lengua enloquecida, masturbándose con mucha fuerza, mientras se metía la otra mano por debajo, introduciendo un dedo en el culo.

    - ¡Folladme, bastardos! ¡Oooooo…! ¡Folladme! ¡Venga! ¡No os paréis, hijos de puta! ¡Venga, joder!

    Los negros rodeaban a Elizabeth, que estaba recibiendo penetraciones múltiples de aquellas cinco pollas negras que no se desempalmaban por mucho que se las trabajara. Margaret miraba con envidia la orgía.

    - ¡Malditos bastardos! ¡AHHHHH!

    Gritó y se levantó para agarrar algún negro, y obligarle a que se la siguiera follando. Entonces Mobutu levantó la espada, y de un golpe la decapitó. Agarró del suelo la cabeza, que tenía los ojos abiertos, por su pelo, y la tiró al agua. Después golpeó las extremidades, cortándolas, y las arrojó al agua. El tronco de la mujer lo destripó, y tiró todo a la charca. Elizabeth estaba tan ocupada que no había visto absolutamente nada.

    - ¡Isika! ¡Tudik- cqamai! – Exclamó Mobutu.
    Los negros se detuvieron y agarraron a Elizabeth, que se sintió desorientada. La mantenían en el aire, boca abajo, cada uno agarrándole una extremidad. Abrían sus piernas, ofreciendo su sexo a la charca. El quinto negro le metió la polla en la boca, para satisfacer a la mujer, y así no se pusiera nerviosa.

    Unas zarpas salieron del agua turbia y maloliente. Eran unas garras anfibias, monstruosas, un cruce entre los brazos de un hombre, y las patas traseras de una rana. Agarraron los restos descuartizados de la mujer y los hundían en el agua. Una boca larga, sin labios, y con pequeños dientes afilados como aguas, los tragaban casi sin masticarlos, engulléndolos. Aquellos dientes algo transparentes se clavaban en los intestinos. Y Margaret sirvió para alimentar a ese ser, para atraerlo con su aroma femenino. La muerte, la sangre y la carne excitaron al ser, que como había hecho en anteriores ocasiones, salió a la superficie. Su cabeza estaba hundida entre los hombros, era cónica, y no tenía cuello. No poseía orejas, solo dos pequeños agujeros recubiertos con una membrana. Entre la cabeza y los hombros habían varias hendiduras, por las cuales expulsaba el agua que habían filtrado sus branquias internas, tras absorber su oxígeno. Pero eso no le impedía permanecer cierto tiempo en tierra. Su sistema respiratorio era anfibio, y le permitía respirar también el aire rancio de la caverna sin demasiada dificultad. Su estructura corporal era humanoide, y caminaba sobre sus patas traseras, que eran muy similares a las delanteras. Su cintura era estrecha, y su tórax muy ancho, que le daba un aspecto extraño y desproporcionado. Poseía una cola corta y plana, que parecía servir de timón, bajo el agua, más que como medio impulsor, que para eso sería sus cuatro extremidades. Su cuerpo era una extraña mezcla de tonos marrones y verdes. Poseía escamas pero a su vez estas estaban cubiertas por una capa gelatinosa brillante. Parecía que estaba untado en aceite. Probablemente eso le permitiría deslizarse con mayor facilidad bajo el agua, ofreciendo menor resistencia en toda la superficie de su cuerpo. Su cabeza no tenía nariz, y su boca era larga y estrecha, sin labios. Solo se veían asomar las puntas de sus dientecillos afilados. Sus ojos eran negros y sin párpados. Eran fríos y no transmitían ninguna emoción. Parecían grandes botones cosidos sobre la cabeza. El monstruo caminó en tierra firme torpemente, moviendo su cabeza en el aire: parecía que lo estaba olfateando. Olía sexo, hembras, deliciosas hembras humanas que él había montado en muchas ocasiones.

    Elizabeth chupaba ajena a todo, la polla del negro. Los otros la mantenían en el aire, ofreciéndola al monstruo abisal. Este caminó hasta ella, sin demasiados titubeos, pues todo eso ya no era nuevo para él. La tomaría y volvería a sus aguas. Siempre había sido así. La mujer sería el objeto sexual de aquellos esclavos de Vandala, la bruja negra, durante su gestación, hasta que diera a luz. Entonces su vástago saldría de sus entrañas devorándola por dentro, y matándola. Entonces sería arrojado a las aguas, en donde sí tenía suerte encontraría a su padre, en las cercanías de R´llyhn y si no moriría en su viaje, perdido, agotado, por hambre o devorado por otras criaturas hambrientas que habitaban el mar subterráneo. Y eso era lo que había sucedido en las últimas décadas. Henry Abraham Berkoff no proporcionaba demasiadas mujeres, y los pocos retoños que habían nacido no llegaban a la vida adulta. Por eso, aquel Chak´ha, era el último de su especie, el último hijo de Yagoth, que era la viva y patética imagen de la decadencia de una especie a punto de extinguirse.

    El monstruo se acercó a la mujer. Bajo su vientre se hinchaba una especie de bolsa verdosa, parecida al buche de un urogallo cantando. Aquello se hinchaba y desinflaba rítmicamente, hasta que llegó a ella. Los negros no estaban asustados. Parecían que estaban acostumbrados a todo eso. La bolsa se abrió verticalmente, por una hendidura parecida a una especie de vagina sin labios, de un palmo de longitud. Por allí rezumó un líquido viscoso que podía ser esperma de aquella criatura. De allí salió un pene largo, muy fino y puntiagudo. Estaba recubierto de pequeños bultos afilados, que imitaban en forma, a las espinas de las rosas. Debía de ser una forma de evitar el desacoplamiento de una hembra de su especie, probablemente preparada para resistir aquel tormento, tras penetrarla. El monstruo se acercó silenciosamente y le introdujo en la vagina su deforme y terrible miembro espinoso. Elizabeth, enloquecida, sonrió de placer, contenta de que la continuaran follando como animales.

    Pero aquello solo fue la primera sensación. Aquello la desgarró por dentro, causándole múltiples y dolorosos arañazos. Elizabeth profirió un terrible alarido. Su cuerpo se estremeció, y los negros la agarraron con fuerza. Entonces el monstruo acuático puso sus zarpas sobre la espalda de la mujer, apoyándose, y empezó a copular con ella. Los gritos de la mujer eran desgarradores.

    Yo seguía sodomizando a esa puta negra que tenía encima. Me estaba volviendo loco. Apretaba los dientes y mis encías se resentían de dolor. Mis dientes se entrechocaban chirriando con fuerza, mi cuello se tensaba, las venas se hinchaban y empezaba a sangrar por la boca. Mis dientes estaban a punto de partirse, y continuaba estrangulando a aquella maldita bruja que me estaba poseyendo. Pero esa brutal presión que ejercía con ambas manos en su cuello no le afecta: lo único que hacía era excitarla más. Pero entonces sucedió algo con lo que yo, ni ella esperábamos. Unos calambres sacudieron mis brazos, agarrotándolos. Entonces la liberé, y al bajar los brazos, le arranqué su collar, rompiéndoselo. Este cayó desecho al suelo, y las cuencas de madera rodaron sobre la tierra, como canicas. Volví a ser yo. Esa salvaje excitación desapareció de golpe, y entonces empujé a la hechicera, tirándola a un lado. Mobutu se giró empuñando la espada, y corrió hacia mí. La negra se levantó inmediatamente y levantó una mano, indicándole que se detuviera. El negro armado quedó a su lado, como un perro guardián. Vandala, con sus ojos en blanco y una monstruosa boca negra, me habló con una voz ronca, que parecía de ultratumba.

    - ¿Crees que has hecho algo, humano estúpido?
    - ¡Dios mío! ¡Dejadnos ir, por el amor a Dios! – Imploré desnudo en aquel espantoso lugar.
    - ¡ESTÚPIDO! Nunca podrás huir de tu destino, pues él está escrito en las estrellas. Debes de formar parte de este lugar y continuar con tus obligaciones. ¡Debes de obedecerme hasta el fin de tus días, mortal!
    - ¡Jamás! ¡Jamás me prestaré a esta locura! ¡A violar mujeres y hombres! ¡A hacer sacrificios humanos, a asesinar y a saciar los bajos instintos de ese monstruo que está violando a mi prometida! ¿Qué clase de lugar es este? ¿El infierno? ¡Dejadla! ¡Parad!
    - No te atrevas a ordenarme, criatura insignificante. No intentes a contrariarme o te aplastaré como a una cucaracha.

    La mujer levantó una mano y apretó con fuerza su puño. Algo me agarró desde el interior de mi cuerpo mis tripas, y las retorció con una fuerza salvaje. Caí de rodillas al suelo, presa de un dolor atroz, imposible de aguantar.
    - ¿Ves lo que sucede? – Dijo Vandala. – Esto escapa a tu compresión, a tu limitación humana. Esto es mucho más de lo que ves, y de lo que crees, pobre infeliz ciego.

    El dolor hacía saltar mis lágrimas. Quería vomitar pero no podía. Creía que mis órganos internos iban a convertirse en una papilla ensangrentada. No tenía ninguna posibilidad de escapatoria. Solo podía rendirme a los deseos de aquella aterradora bruja, o pronto me alcanzaría la muerte.

    CAPÍTULO 13: EL CRISTAL


    Todo ocurrió muy deprisa. Agonizando en el suelo, víctima de los poderes de Vandala, entreabrí un poco los ojos. Frente a mi estaba el cristal fabuloso del collar. Era precioso, lleno de miles de luces microscópicas. Parecía un trozo diminuto del espacio sideral, encerrado en una prisión de cristal tallado. Con mis últimas fuerzas agarré una piedra, y lo rompí de un solo golpe, sin demasiada dificultad, pues resultó ser muy frágil. De su interior brotó una pequeña nube de polvo oscuro, parecido al del carbón, que se disipó en el aire. Mi dolor desapareció de cuajo, instantáneamente.

    Vandala miraba asustada a todos lados, como sí estuviera rodeada. Gritaba con todas sus fuerzas, pero no se escuchaba. Parecía un personaje mudo que intentaba desesperadamente decir algo a través de su inservible garganta. A Mobutu se le cayó la espada al suelo. Yo me levanté corriendo. El grupo de negros soltó a Elizabeth, que cayó al suelo. Los negros se volvieron hacia Mobutu y la suprema sacerdotisa. Estaban desconcertados. El monstruo acuático se tiró sobre Elizabeth, y continuó empalándola con fuerza, tumbado sobre ella, abrazándola con sus cuatro extremidades, para que no se moviera, ni se escapara. Los seis negros empezaron a temblar nerviosamente, con movimientos espasmódicos, y entonces vi un horror imposible de concebir ni por el poeta más perturbado por la absenta.

    Los negros, incluido Mobutu, se transformaron en cosas monstruosas. Sus cabezas se marchitaron, desinflándose, hasta desaparecer. Sus piernas adelgazaron. Sus pechos se abrieron verticalmente, mostrando bocas hambrientas y horripilantes. Los brazos se transformaron y dividieron en tentáculos largos y serpenteantes. En cada costado se movían cuatro. Mobutu agarró con sus tentáculos a Vandala, que gritaba sin poder emitir sonido de clase alguna. Los otros cinco monstruos fueron hacia ella. Corrí y me agaché, recogiendo la espada. Con todas mis fuerzas la levanté, y gritando llegué hasta el monstruo y le golpeé en la nuca. El golpe cortó sus escamas, su piel gruesa y la grasa que había debajo. Pero todo eso no impidió que se seccionaran las vértebras. El monstruo dio un chillido agudo y se levantó tambaleante, corriendo hacia el agua, su medio, el único lugar en donde podía estar seguro. Elizabeth quedó tendida, sucia y con sus piernas llenas de sangre. Fui tras aquel ser del averno, lleno de furia, y le clavé la espada por su espalda. El acero lo atravesó de lado a lado: era muy blando. La criatura cayó al suelo de rodillas, sin fuerzas. Miraba el agua cercana de la charca putrefacta, que estaba a unos pocos pasos, y extendió sus zarpas palmeadas, abriéndolas y cerrándolas lentamente. Estaba desesperado, muriéndose. Era como sí quisiera llegar hasta allí, como fuera. Saqué la espada de un tirón y la levanté, clavándosela de arriba, hacia abajo, por su cuello. La cosa cayó pesadamente, de cara, al suelo muerta. Aquel golpe resultó fatal. Sudando me volví a Elizabeth y tiré de sus brazos, haciéndola levantar.

    - ¡Vamos! ¡Debemos de huir de aquí!
    - No puedo… Me siento muy mal. – Dijo mareada. – Me duele todo… ohhh… Creo que voy a desmayarme.
    - ¡No! ¡Debes de luchar! ¡No te rindas! ¡Podemos salir de aquí! ¡Sígueme!

    Los dos salimos corriendo entre las hogueras. Recogí un gran palo de madera ardiendo, que serviría para iluminar nuestros pasos, a modo de antorcha. Nos alejamos de los límites de aquella charca y volví la cabeza hacia atrás. Vandala estaba rodeada por aquellos monstruos, incapaz de gritar. Las criaturas la tenían cogida de piernas, brazos y cuello con sus tentáculos, mientras con otros llenaban a la fuerza todos sus agujeros. Tenía tres metidos en su vagina, dos en el culo y otros tantos más dentro de su boca llena. Otros se enrollaban en su cintura, y alrededor de sus grandes pechos, estrujándolos. Los tentáculos se movían en el aire, ondulándose, vibrando, mientras la bruja vivía en sus propias carnes aquel horror sin forma. Aquellos negros eran en realidad entidades desconocidas que habían tomado forma de hombres, y que eran sus sirvientes, o esclavos. Debían de haberlo hecho contrariados, a la fuerza, pues tras la destrucción del colgante, que debía de ser el medio con que se controlaban, buscaron venganza. Una vez liberados, tomaron sus formas originales y fueron hacia la inmortal sacerdotisa, apresándola y violándola de una manera inhumana. Vandala estaba sufriendo un horror incalificable, un tormento aberrante.

    Corrimos desnudos por donde recordaba que habíamos venido. Me dejé llevar por mi instinto, por mi sentido de la orientación. Elizabeth estaba agotada, muy abatida y ojerosa. Sentía temor por ella, por que sus fuerzas se marchitaran. Sin referencias huimos por la oscuridad por las que nos guió Mobutu. Y así fue durante largos minutos, hasta que cerca de unas rocas vi un muro con una puerta abierta. Entramos por ella, y vi que estábamos dentro de aquella pequeña sala desnuda. La otra puerta de salida estaba cerrada. Descargué una patada, y la tiré abajo. Entonces aparecimos en el pasillo de la maldita mansión, muy cerca de la cocina y de los aposentos del personal. Reconocí todo aquello y en cierta manera me sentí más aliviado. Entonces recordé lo de la nieve.

    - ¡Debemos de procurarnos ropa de abrigo! ¡Tenemos que llegar a Ipness!
    - ¿Cómo? – Dijo ella desesperanzada. – Hay mucha nieve afuera. Nunca llegaremos hasta allí.
    - ¡Ya verás que si, mi amor!

    Le di un abrazo, y un tierno beso en sus labios, intentando que se animara, de que recuperara la esperanza. Entramos en la habitación de Harold. Abrí su gran armario ropero y le di ropa de hombre a Elizabeth: pantalones, camisa y una chaqueta. Los dos nos vestimos a toda prisa. Me puse una chaqueta encima de la chaqueta de un frac, y le di a Elizabeth un abrigo de piel sin pelo, que se puso encima de dos camisas y una chaqueta. Unas botas no me entraban. El falso mayordomo tenía un número de pié más pequeño que el mío. Se las di a ella, que se las calzó holgadamente. Una vez vestidos de forma extravagante casi carnavalesca, pero funcional, prendí la cama con la antorcha.

    - ¿Qué haces? – Preguntó ella.
    - Quemar este maldito lugar.

    Salimos y fuimos pasando por las habitaciones, y prendiendo las camas y cortinas. En la cocina tiré aceite en el depósito de leña, y le prendí fuego. Todo ardió con fuerza. Corrimos por el pasillo, y con mi antorcha prendía sillas acolchadas, tapices y grandes cortinas. Detrás el fuego tomaba fuerza. Vi sombras retorcidas aullar por el pasillo, moviéndose con prisa, llenas de odio y maldad. Podía ser Carol o más aberraciones como ella.

    - ¡Vamos a los establos! – Grité.

    Llegamos hasta allí algo desorientados, abriendo puertas y recorriendo salas y largos pasillos. Hasta allí fuimos y coloqué una silla de montar sobre uno de los caballos, de color negro, que relinchaba nervioso. Los otros caballos, los cerdos y el resto de los animales domésticos estaban muy intranquilos. Abrí las puertas del establo hacia dentro, y vi que continuaba nevando para nuestra desgracia. Allí había muchísima nieve, una gran capa de más de un metro de espesor. Iba a ser muy difícil discurrir a través de ella, pero no teníamos otra salida. Era nuestra única oportunidad: era preferible morir congelados en la nieve, que caer en las garras de aquellas cosas. Tiré la antorcha a la paja del suelo, que prendió violentamente. Monté en el cabello y le di mi mano a Elizabeth, que se subió detrás mío, abrazándome por la cintura.

    - ¡No te sueltes! ¡Agárrate bien! – Le dije.

    Entonces salimos fuera. La nieve llegaba hasta el vientre del animal, que no se quejaba de nada. El caballo salió hacía fuerza y se abrió paso a través de la nieve, no con demasiada velocidad. Detrás fue quedando la mansión, que gracias a Dios, tenía abiertas las puertas de sus muros. Recordaba muy bien por donde discurría el sendero que llevaba hasta Groats, y donde estaba el desvío hasta Ipness. Hasta allí había mucho camino, cerca de sesenta kilómetros. Y al ritmo que llevamos tardaríamos mucho en llegar hasta allí, demasiadas horas bajo la nieve y un frió glacial. No sabía sí resistiríamos nosotros, y el caballo. Mis pies descalzos estaban helándose con rapidez: la nieve acumulada rozaba mis dedos. El caballo se abría paso como podía, y la abominable mansión de los Berkoff, apellido infame, quedó atrás. Bajamos todo el páramo de las urracas, y a bastantes kilómetros, perdimos de vista la mansión. Me volví mirándola, pero solo vi reflejándose en el cielo un pavoroso y descomunal incendio que la estaba devorando hasta sus cimientos.

    Continuamos. El caballo aguantaba bastante bien. En la noche fuimos por el camino, durante horas, con lentitud. La nieve nos golpeaba suavemente en la cara, y nuestros hombros y la cabeza, al igual que la del caballo, estaban blancas. Y así fue, sufriendo la incertidumbre de sí podríamos llegar con vida hasta Ipness. Estaba congelado. Temblaba sin parar, al igual que Elizabeth, cuyo contacto me daba fuerzas y ganas de luchar, de no rendirme tras el infierno que habíamos sufrido. Me dolía la cara y las orejas. Tenía los dedos agarrotados y mi estómago se estremecía de dolor. Dudaba de que llegáramos hasta allí. No sabía cuanto llevábamos viajando, o a que distancia nos encontrábamos de la ciudad. Era imposible de saberlo o calcularlo. Entonces vi a lo lejos, rodeándonos, extrañas formas en la oscuridad, sobre la nieve. Formas onduladas, deformes, pero llenas de vida. Estaba soñando, delirando. Aquellas distantes cosas parecían cobrar vida. Debía de estar alucinando bajo los efectos del frío. Entonces vi las primeras casas de la ciudad. Exploté de alegría, aunque me notaba muy rígido.

    Era una barrida obrera, llena de granjas de campesinos y almacenes. Las luces de algunas casas estaban encendidas. Sus ventanas estaban iluminadas.

    - ¡Hemos llegado! ¡Hemos llegado, mi amor! ¡Un poco más y todo esto se habrá acabado!

    La silueta de la ciudad era inconfundible. En su interior despuntaban sus edificios más altos y de reciente construcción, sus calles pavimentadas se empezaban a notar bajo los cascos del caballo. Las chimeneas humeaban y aquello fue algo que llenó mi corazón de felicidad, tanta que creía que podría contener mis lágrimas.

    Entonces vi correr a una mujer por una calle. Estaba desnuda. Gritaba y de pronto desapareció. Algo se la llevó volando por los aires, con una velocidad vertiginosa. No podía ser. Agité la cabeza aturdido. Más personas corrían gritando, hombres, mujeres y niños. Me di cuenta de que habían edificios ardiendo. Algunas personas desaparecían arrastradas por los aires. Otras estaban yacían en el suelo muertas, desmembranadas. Unas estaban decapitadas, otras destripadas, muchas partidas en dos y al resto le faltaban miembros. Habían sido arrancados y devorados. El terror se apoderó de mi corazón. Mis ojos se quedaron desorbitados. En una calle monstruos deformes, de múltiples formas y tamaño, llenos de bocas horrendas, ojos muertos, pinzas, patas insectoides y tentáculos correteaban matando personas, devorándolas, atrapándolas y violándolas. Nadie podía escapar. Aquella legión de monstruos abominables estaba haciendo estragos. Nada podía contra ellos, ni las armas de fuego, ni las lanzas, ni las espadas. Violaban con sus tentáculos, como le sucedió a Vandala, a las mujeres, a las ancianas... ¡A todas las hembras! Nadie escapaba de aquel infierno sexual. Era el Apocalipsis, el fin del mundo. Los varones eran destripados y devorados. Los monstruos los comían vivos, entre espantosos alaridos. Se peleaban por sus restos, ansiosos, extasiados ante el sabor único de los humanos, con un hambre insaciable.

    Vandala habló detrás mío. Su voz era inconfundible, y mi corazón se heló del horror.

    - Eres un idiota. Un maldito idiota. No sabes lo que has liberado, el horror que has desatado sobre el mundo. Yagoth no dio forma y vida a los Chak´has por mero capricho. Construyó la ciudad sobre la caverna de Inima, una prisión mágica, en donde estaban recluidos antiguos dioses olvidados, seres cósmicos que vinieron de las profundidades del espacio más antiguo. R´llyhn era el sello que la mantenía asegurada, y sus habitantes los encargados de su vigilancia. El mal que diezmó a los Chak´has no fue casual: se trataba de una artimaña de Kalos, un perverso Dios que adoraba la muerte, el desastre y el desconcierto. Pretendía acabar con R´llyhn, para liberar sobre el mundo de los humanos el mal que había en Inima, para divertirse contemplando el fin de vuestra frágil e inconsciente especie. Por eso Yagoth me envió a mí, para intentar hacer resistir a R´llyhn el máximo tiempo posible, para poder hacerle recuperar su pasado esplendor. Por eso luchaba por perpetuar los Chak´has, cruzándolos con vuestras hembras. Por eso tu tío, y tu abuelo, como tantos otros a lo largo de los siglos, supieron esa verdad. La conocieron, y a pesar de todo lo que ello implicaba, el mal que había que hacer a inocentes, me ayudaron. Intentaron que R´llyhn resistiera hasta sus últimas consecuencias. Y ese era tu destino: seguir luchando y trabajando por que el sello sagrado no se rompiera. Y tú, lo has conseguido. Mataste al último de los desgraciados Chak´has. Ahora el mundo está perdido y condenado. Vuestra especie llegará a su final, en su breve permanencia en este rincón del universo. Es así de triste y trágico. Esa era la verdad que debía de serte revelada. La verdad que atormento durante décadas a tus antepasados. Creías que la mansión era un lugar maligno, y no era así: era la última esperanza de vuestra especie. Una esperanza que has destruido con tus propias manos, infeliz.

    Estaba temblando. Cerré los ojos y empecé a llorar como un niño. No podía controlarme. Mi corazón se encogió tras escuchar todo aquello. Esa era la verdad. La verdad que tanto turbó a mi abuelo, a mi tío. Ese era el destino que debía de haber aceptado: hacer cosas crueles y terribles, para preservar la integridad de aquel lugar, de aquellos seres y entidades. Sacrificar a inocentes, matar y violar. Mis ojos contemplaron la calle llena de gritos y de horror. La sangre manchaba la nieve. La carne caía arrancada a pedazos sobre ella. Las mujeres chillaban penetradas por voraces tentáculos sin compasión. Quería morir. Ipness era el inicio del fin del mundo, de la cuenta atrás para nuestra extinción. No podía creer lo que había hecho, el mal que había liberado. Entonces unos tentáculos comenzaron a rodearme, desde mi espalda. Vandala quería abrazarme, reclamando lo que era suyo, lo único que le quedaba: la venganza.


    F IN

    sábado, 14 de junio del 2003
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